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LA PESADILLA MEXICOAMERICANA

Lo peor que le pudiera ocurrir a las relaciones entre México y Estados Unidos es que un terrorista se colara ilegalmente por la frontera sur y realizara un acto de destrucción masiva en territorio norteamericano. Esa es la pesadilla mexicoamericana.

Las consecuencias serían funestas y a largo plazo. Pero ninguno de los dos países está haciendo todo lo posible para evitar ese escenario de terror.

Este escenario, de pronto, resurgió tras el arresto en Baja California Sur de Amer Haykel, un ciudadano británico de origen libanés. Haykel, quien originalmente fue identificado por la Procuraduría General de México (PGR) como un posible terrorista vinculado a los actos del 11 de septiembre del 2001, fue liberado poco después. Todo, aparentemente, fue una vergonzosa equivocación por la poca coordinación entre la PGR y el FBI norteamericano. Pero el incidente resalta la preocupación de ambos gobiernos por un acto terroristas en Estados Unidos cuyos autores ingresen desde México.

Y tienen razón. La frontera sur de Estados Unidos es una verdadera coladera. Cuatro mil personas, todos los días, tratan de entrar ilegalmente a Estados Unidos a través del río Bravo en Texas o cruzando desiertos y montañas en Arizona, Nuevo México y California. De esos, según cifras de la Patrulla Fronteriza, unos tres mil son arrestados diariamente. Pero mil se cuelan y se quedan a vivir en Estados Unidos. Esto es lo que ocurre, en promedio, todos los días en la frontera sur.

¿Cómo sabe México o Estados Unidos que entre esos mil que se cuelan diariamente no hay algún terrorista? Lo más grave es que ninguno de los dos gobiernos lo sabe.

Está claro que el gobierno norteamericano ha perdido el control de su frontera sur y que el mexicano no le ayuda ni tantito. ¿De que sirve que tengan tanto cuidado en los aeropuertos estadounidenses si cualquiera se puede meter, caminando o nadando, por la frontera? Así no se va a ganar ninguna guerra contra el terrorismo.

La grandísima mayoría de los indocumentados que entran a Estados Unidos no son ni criminales ni terroristas; son trabajadores que toman los empleos que los norteamericanos no quieren realizar y que gracias a sus enormes aportaciones económicas y culturales hacen de este un país mejor. Es gente que, a pesar de haber roto las leyes migratorias, tiene a sus cómplices en los millones de estadounidenses que se benefician de su trabajo y en las miles de empresas que les ofrecen trabajo con salarios muy bajos.

Pero este proceso, aunque ocurre frente a sus ojos, está totalmente fuera del control de las autoridades norteamericanas. Es imposible esconder a 11 millones de personas sin documentos legales. Están ahí, a la vista de todos, pero nadie sabe quienes son, ni donde viven, ni nada sobre su pasado.

Por eso hay que hacer algo. ¿Qué? Al menos dos cosas son fundamentales:

Primero hay que legalizar a los indocumentados que ya viven en Estados Unidos. Insisto, no son delincuentes. Pagan impuestos. Trabajan durísimo. Contribuyen al retiro de una población que enveceje rápidamente. Mantienen la inflación bajo control. Y por lo tanto merecen estar aquí legalmente. Se lo han ganado a puro sudor. Si no se les quiere legalizar por cuestiones económicas o humanitarias, entonces hay que hacerlo por un asunto de seguridad nacional.

Y segundo, es preciso que haya un sistema que permita el flujo legal y ordenado de las nuevos inmigrantes que llegan a Estados Unidos. Si no lo hacen legalmente, lo van a seguir haciendo ilegalmente. El hambre es más fuerte que el miedo. Tiene que haber un acuerdo migratorio entre Estados Unidos y México, y más tarde, con el resto de Latinoamérica. ¿Y a cuántos se les permitiría entrar? El mercado determinaría eso. Pero actualmente, al millón de inmigrantes que entran legalmente se les suma otro medio millón que lo hace violando la frontera. Un sistema legal y ordenado de ingreso permitiría que las industrias que tanto dependen del trabajo de los inmigrantes

–agricultura, manufactura, construcción, servicios, turismo…- continuaran creciendo y que los extranjeros que tanto necesitan de un empleo tuvieran un mecanismo burocrático para conseguirlo en Estados Unidos.

Así y solo así la Patrulla Fronteriza y todas las agencias policíacas de Estados Unidos podrían concentrarse en capturar a terroristas en lugar de andar persiguiendo en el desierto a gente inocente que se muere de hambre. La inacción no es una opción. Algo se tiene que hacer y ya mismo.

Si no se hace nada, como hasta ahora, es posible que el escenario de terror se haga una realidad. Si un grupo terrorista entra a México o Centroamérica y luego cruza hacia Estados Unidos para realizar una matanza, la reacción norteamericana sería feroz e inmediata. La frontera se militarizaría. El ejército estadounidense con tanques y aviones de guerra se pondría a vigilar las dos mil millas que dividen a ambos países. Miles de industrias en Estados Unidos sufrirían terribles consecuencias económicas por la falta de mano de obra barata. Millones de inmigrantes potenciales se quedarían desempleados en sus lugares de origen. La pobreza y desesperanza crecería en América Latina. Se reducirían significativamente los montos de las remesas que se envían desde Estados Unidos al sur. Y, lo que es peor, las relaciones bilaterales serían dañadas irremediablemente por años.

Este espantoso escenario se puede evitar todavía. Es decir, se puede luchar contra el terrorismo si, al mismo tiempo, se resuelve de una manera permanente y eficaz el problema de la inmigración indocumentada en Estados Unidos. Pero para eso se necesitan mentes visionarias y gobiernos comprometidos con soluciones y no con encuestas de popularidad. Si no se hace ahora, dentro de poco pudiera ser demasiado tarde.

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