Conozco un árbol que dejó de hablar por la crisis económica en Estados Unidos. No es cuento.
Hay varias formas de medir la recesión económica en Estados Unidos. Las cifras de los economistas, sin embargo, me confunden y no presentan la cara humana de la crisis. En cambio, tengo un método que carece de absoluta validez científica pero que casi nunca me ha fallado en mis dos décadas de periodista.
El método es muy sencillo: abro bien los ojos y las orejas. Si veo que cada vez se inauguran más tiendas en la zona donde vivo, si mis amigas deciden embarazarse y si mis compañeros de trabajo y conocidos compran casa nueva o cambian el carro, entonces las cosas van bien. Cuando veo esto, invariablemente las cifras de crecimiento económico en los periódicos apuntan para arriba y las del desempleo apuntan para abajo.
Pero cuando las tiendas empiezan a cerrar, cuando mis amigas hablan de dietas y no de acrecentar la prole, cuando todas las semanas recibo cartas, e-mails y telefonazos de conocidos y no tan conocidos buscando empleo, entonces sé que la cosa se ha puesto peluda y que la vida no es de color de rosa, como sugiere la canción de Los Aterciopelados.
Y en estos días la cosa está peluda. No sólo en Estados Unidos sino también en América Latina. La mayoría de los países del continente están empezando a sentir el oleaje de la crisis económica norteamericana. Y si los estadounidenses no compran productos latinoamericanos y no se van de vacaciones a nuestras playas, por allá en el sur también hay que cerrar tiendas, cerrar zipers y cerrar esperanzas.
Quien ya ha notado los sutiles cambios es mi hijo Nicolás. A sus tres años de edad apenas puede contar del uno al diez (en inglés y en español, dicho sea de paso por un orgulloso y babeante padre). Pero Nicolás sabe que las cosas del dinero no están bien.
Cada dos o tres sábados acostumbraba llevar a Nicolas a la tienda del arbol que habla. Es verdad. No crean que estoy alucinando por falta de vitaminas. Era una juguetería de FAO Schwartz en un centro comercial del sur de Miami donde un árbol mecánico saludaba, con una sonrisa de madera y brazos de largas ramas, a los niños que entraban a la tienda. Para Nicolás y para mí era un ritual ir a saludar al árbol que habla antes de perdernos en las filas de Power Rangers, osos de peluche y cochecitos de control remoto. (Si usted no sabe qué es un Power Ranger es que hace mucho no habla con sus hijos o que el cuento de la vida ya le pasó de hoja a la posdata.)
Pero el árbol ha dejado de hablar porque la juguetería cerró, al igual que el restaurante italiano y varios comercios más. Y si las cosas empeoran, el centro comercial -todo- corre el riesgo de quedar como un castillo vacío y lleno de fantasmas.
El panorama aterra a muchos, en especial al presidente de Estados Unidos. George W. Bush está viendo volar el fantasma de su padre. Su padre ganó la guerra del Golfo Pérsico para luego perder la reelección debido a los problemas económicos del país. Y lo mismo pudiera pasarle a Bush junior -ganar la guerra de Afganistán y perder la reelección en el 2004- si la situación económica no empieza a mejorar pronto. Muy pronto.
Alan Greenspan, el presidente de la Reserva Federal, le dijo a un grupo de congresistas que ya se le ve la cola a la recesión. Y últimamente la bolsa de valores de Nueva York está lanzando eruptos de buena digestión. Además, las cifras de desempleo mejoraron ligeramente para quedarse en un 5.5 por ciento. Entonces ¿cuál es la prisa?
Bueno, lo que ocurre es que dudo mucho que mi amigo Luis que perdió su empleo tras las debacle de las empresas punto com, no tiene para la renta y se está comiendo un cable, como dicen aquí en Miami, pueda recuperar su nivel económico en dos años. Dudo mucho que otra de mis compañeras periodistas decida embarazarse antes de tener muy claro cómo va a pagar el kinder de su hijo/hija. Dudo mucho que algún conocido se lance a cambiar de auto o casa en el futuro próximo. Y dudo mucho, también, que la juguetería del árbol que habla u otra similar abra de nuevo en algún centro comercial del sur de la Florida.
Esa es la prisa. No para mí. Para Bush.
A pesar de los altísimos niveles de popularidad del presidente Bush, las banderas norteamericanas que por millones ondearon después de los actos terroristas del 11 de septiembre han empezado a descolorarse. Todavía se muestran con orgullo; en casas, en autos, en oficinas. Pero ya tienen las puntas deshilvanadas. Y si los cálculos de los miembros del partido Demócrata son correctos, a Bush no le va a alcanzar el patriotismo
surgido tras los ataques del Pentágono y el World Trade Center (y reforzado después con la victoria militar en Afganistán) para convencer a los votantes que él es el bueno para sacar a la economía adelante.
Los votantes norteamericanos tienen una memoria muy corta. El miedo al ántrax o a otro ataque terrorista ha pasado ya a las páginas interiores de los diarios y al tercer o cuarto segmento de los noticieros de televisión. Y el terror de Bush es que los estadounidenses lo cataloguen como un buen comandante en jefe pero un mal administrador. En el fondo, los estadounidenses prefieren a un CEO que a un soldado al frente del país. Aquí lo primero es el cash.
Mientras tanto, mis paseos sabatinos con Nicolás han cambiado un poco. En nuestro camino a la librería paramos a veces frente a la juguetería. Y dentro, triste y enjaulado en ventanales que dicen CLOSED, está un árbol -con los ojos y la boca cerrada- al que la crisis económica le robó el don de la palabra.