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LAS OLIMPIADAS: LO MEJOR DEL MUNDO

Sí, las olimpíadas son lo mejor del mundo. Nada se compara a reunir en el mismo lugar a los atletas más reconocidos del planeta. La idea es poderosa y sencilla. A pesar del extendido dopaje y del rampante comercialismo, no existe ningún otro evento en que miles de millones de personas se detengan a ver como corren, nadan y juegan los hombres y mujeres más rápidos, ágiles y fuertes que existen sobre la tierra. Pero hay mucho más que carreras, brincos y sudor.

La idea original de las olimpíadas implicaba hacer una pausa en las guerras. Durante 1,200 años –desde 776 bc hasta 393 dc- muchas batallas se detuvieron durante las olimpíadas. Hoy no, lo cual nos hace pensar que en lo básico, en los asuntos de vida y muerte, hemos avanzado muy poco. Sería verdaderamente revolucionario que, por ejemplo, las actuales guerras en Irak, Afganistán y Sudán, se pararan durante los 17 días que duran las actuales olimpíadas en Grecia. Pero creo que no podemos esperar tanta sabiduría y visión de nuestros líderes.

Habría sido una audaz y extraordinaria propuesta que Estados Unidos y Gran Bretaña le hubieran ofrecido un alto al fuego de dos semanas a la resistencia iraquí o que israelíes y palestinos se comprometieran a no disparar un solo tiro mientras sus atletas compiten en Grecia. Tristemente, dicho escenarios ya ni siquiera se imaginan.

Sin embargo, las olimpíadas sí nos dan una pausa mental, una distancia emocional, frente a los conflictos, tragedias y accidentes que forman parte de nuestras vidas diarias. Nos siguen preocupando, por supuesto, las muertes de civiles iraquíes y de soldados norteamericanos, las víctimas del huracán Charley en la Florida, el genocidio en Sudán y la tensa situación en Venezuela tras el plebiscito revocatorio del domingo pasado, pero cuando prendemos la televisión y vemos a un muchacho saltar sin dificultad por encima de los dos metros y 20 centímetros de altura o a una gimnasta doblarse como si fuera de goma, quedamos maravillados y nos alejamos un poco de nuestros problemas.

Las olimpíadas nos dan una ilusión de paz y nos refrendan, por más cursi que suene, la esperanza de que no estamos condenados a la violencia. Y no soy el único que se siente así. “Estas son dos de las mejores semanas de los seres humanos”, concluyó recientemente la revista Newsweek. Es cierto.

Mi pasión por las olimpíadas se remonta a 1968, cuando tenía 10 años de edad, y vi correr descalzos a los maratonistas de Kenya y Etiopía frente a la casa de mis abuelos en la ciudad de México. Quedé marcado por el resto de mi vida. Tras ese momento mágico, jugaba a ganar una medalla de oro en unas competidas miniolimpíadas que, junto con mis hermanos y vecinos, organizábamos en plena calle. Un día, en lugar de ganarme una medalla, quedé condecorado con una pulmonía tras meterme entre las puertas del refrigerador luego de un caluroso y extenuante día de futbol, carreras, patines y bicicleta.

Mi fascinación con los juegos olímpicos no se congeló ese día. Al cumplir los 14 años de edad me presenté, solo, en las oficinas del Centro Deportivo Olímpico Mexicano (CDOM) para decirle al único funcionario que me quiso escuchar que yo corría muy rápido y que quería ir a unas olimpíadas. Todavía no sé cómo pero me permitieron entrenar con el equipo mexicano de atletismo y, eventualmente, formar parte de una informal preselección olímpica. Años más tarde, una lesión en la columna terminó con mis aspiraciones de asistir a una olimpíada. Nunca he llorado tanto en mi vida.

Esa gran frustración personal no impidió que creciera mi admiración por aquellos que sí han logrado ir a unos juegos olímpicos. En 1984, ya en Los Angeles, tuve la gran suerte de hacer un noticiero matutino de televisión con el excampeón olímpico de natación, el mexicano Felipe “el tibio” Muñoz, ganador de los 200 metros nado de pecho en 1968. A Felipe le decían “el tibio” porque el agua de la piscina donde entrenaba siempre estaba demasiado caliente o demasiado fría para su gusto. Y, para mí, la experiencia de trabajar con él no tuvo nada de tibia.

Hoy, embobado frente al televisor, voy al baño y hago llamadas solo durante comerciales, para no perderme lo más llamativo de estos juegos: las nadadoras árabes que participan por primera vez en unos juegos olímpicos gracias a trajes de baño que las cubren de pies a cabeza; las hazañas acuáticas de Michael Phelps; el accidente que en medio segundo terminó con una década de entrenamiento de varios ciclistas; la alegría de ver al equipo de Puerto Rico participar en las olimpíadas como un país independiente; los impresionantes reflejos de los jugadores de ping-pong… Y así, entre gritos de emoción, trato de contagiarle el entusiasmo olímpico a mis hijos con el oculto deseo de que ellos, algún día, sí puedan participar en una olimpíada.

Al final del día, ya con los ojos rojos, cuando veo por el televisor tantos asientos vacíos, me culpo hasta el cansancio por haber decidido no viajar a Atenas. ¿Por qué le hice caso a la agente de viajes que me dijo que ya no había boletos disponibles? ¡Qué estupidez! Pocas veces he sido más feliz como espectador que durante las olimpíadas de Los Angeles (1984) y Atlanta (1996). Y me prometo estar en China dentro de cuatro años.

Eso es lo único malo de los juegos olímpicos; que solo duran dos semanas cada cuatro años.

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Presentador de Noticiero Univision desde 1986. Escribe una columna semanal para más de 40 periódicos en los Estados Unidos y Latinoamérica y publica comentarios de radio diarios para la red de Radio Univision. Ramos también acoge Al Punto, el programa semanal de asuntos públicos de Univision que ofrece un análisis de las mejores historias de la semana, y es el conductor del programa Real America, que sale semanalmente en todas las plataformas digitales y que registra millones de visitas. Ramos ha ganado más de ocho premios Emmy y es autor de más de diez libros, el más reciente, 17 Minutos; Entrevista con el Dictador.

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