Acapulco, México
Giovanni es la estrella. Mientras vemos como cada uno de los clavadistas de la Quebrada desafían las rocas escarpadas del risco, lanzándose al pacífico desde 20, 25, 35 metros de altura, la atención de los cientos de espectadores que pagaron dos dólares la entrada, es el niño Giovanni. Es moreno, flaquito, con un traje de baño gastado, pegadito al cuerpo y azul marino. Giovanni se ve menor de sus 11 años de edad.
Antes que Giovanni se lance al mar, cinco de sus compañeros, todos mayores de edad, lograron calcular el momento exacto en que rompen las olas en la angosta entrada del peñasco para realizar sus clavados. Eso aumenta por unos lánguidos instantes el nivel del mar y evita que los clavadistas se estrellen contra las piedras del fondo.
Por fin, Giovanni -que unos minutos antes había tomado su posición a unos 15 metros de altura- se persigna, respira profundo un par de veces y se lanza al espacio. Por una fracción de segundo solo se oyen tronar las olas contra las rocas. Giovanni vuela. Y cuando lo vemos clavarse en el mar para luego sacar del agua su cabecita mojada y sonriente, se escucha un ahhh de alivio colectivo seguido por un largo aplauso.
Ver a los clavadistas de la Quebrada en Acapulco tiene un cierto morbo. El mismo que acompaña las corridas taurinas para ver si al matador le sale mal la faena y se lo llevan al más allá los cuernos ásperos y puntiagudos del toro. Ir a la Quebrada en Acapulco es, en realidad, un rito sádico-turístico al que asistimos para ver si el clavadista se salva de quedar aplastado contra las piedras. Poco ha cambiado desde que los vi por primera vez hace unos 30 años. Los clavadistas son igual de pobres. La diferencia es, quizás, que ahora hasta los niños como Giovanni tienen que jugarse la vida para ayudar económicamente a sus familias.
Giovanni es como millones de niños en nuestro continente que tienen que trabajar para subsistir. El problema es trágico pero muy sencillo. En las últimas dos décadas
-desde que se iniciaron las reformas estructurales a la economía- ha aumentado el número de pobres en América Latina. En México, el verdadero legado de los presidentes priístas Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo y de los casi dos años de mandato del panista Vicente Fox es un mayor número de pobres. A la pregunta: ¿qué hicieron durante su gobierno? Todos pueden contestar: creamos más pobres.
México no es la excepción. En promedio, uno de cada dos latinoamericanos es pobre (o 44 por ciento según cifras oficiales). Y los procesos de globalización y privatización han incrementado, de acuerdo con la mayoría de los estudiosos en el tema, las desigualdades en los ingresos. En esto América Latina es el campeón mundial: en ninguna otra parte del planeta hay tanta distancia entre ricos y pobres. En ninguna.
En el último número de la revista Foreign Affairs hay un interesantísimo debate sobre la globalización y la pobreza. En el centro del debate está la siguiente interrogante: ¿la globalización aumenta o disminuye la pobreza y la desigualdad económica?
Los autores David Dollar y Aart Kraay sostienen que la desigualdad de ingresos aumentó dramáticamente en el mundo durante dos siglos, pero que a partir de 1980
-coincidiendo con la implementación del modelo económico que promueve la apertura de mercados, privatizaciones y la salud fiscal- se ha estabilizado y hasta reducido.
Bueno, ese argumento no se lo tragaron tres expertos en el tema. James Galbraith, de la Universidad de Texas, dice que países como Argentina, Rusia y los famosos “tigres asiáticos” son ejemplo del fracaso de la globalización para aumentar los salarios de los obreros en las industrias. (Argentina, valga la aclaración, tiene además un desempleo de 15 por ciento.) Joe Pitts, de la empresa Nokia, nos da una clara idea de la terrible desigualdad económica mundial al recordarnos que las 200 personas más ricas del mundo tienen más dinero que los 2,500 millones más pobres del orbe. Y tomando una posición intermedia, Andrew Wells-Dang, de la Fundación para la Reconciliación y el Desarrollo, concluye que “el comercio y las inversiones globales producen algunos efectos positivos y otros negativos” pero que no está muy claro que la globalización equipare salarios.
Este debate es, simplemente, un asunto académico. ¿Por qué? Porque la realidad es que la globalización y la caída de fronteras -igual en el comercio que en la política- es un fenómeno irreversible. Es imposible imaginarnos, siquiera, un escenario en que las naciones se encierren en un modelo que evite las exportaciones, las importaciones, el turismo y promueva la nacionalización de industrias básicas. Como decía el slogan de una estación de radio en México, la globalización “llegó para quedarse”.
Pero mientras el mundo se ajusta a los efectos de la globalización, hay niños como Giovanni que no tienen más remedio que enfrentar su pobreza. Giovanni solo sabe que es pobre -por la globalización, por la corrupción, por el despilfarro y abuso de los gobiernos acapulqueños o por lo que sea- y que todos los sábados, a las siete y media de la tarde, se tiene que tirar un clavado de la Quebrada para ayudarle con unos pesos a su familia. Y que lo hace con la esperanza de que ese sábado no sea el último.