Immokalee, Florida.
Cruz está pintado de verde de los pies a la cabeza. Me lo encontré regresando a su casa después de 10 horas de trabajo levantando tomates (o jitomates, como él prefiere llamarlos). Cruz es un hombre verde; me recuerda al Hulk, el gigantesco personaje verde de las películas. Pero Cruz, un muchacho de 21 años del estado mexicano de Guanajuato, no es un superhéroe; los hombros caídos y la mirada perdida de este jóven campesino hablan de un profundo cansancio. No puede más.
El tomate que Cruz pisca en los campos del sur de la Florida aún está duro, y al jalarlo de la rugosa planta para meterlo en una cubeta, desprende un polvo verdoso que se pega a la ropa y la piel. Cruz tiene el pelo verde, la cara verde, la panza verde, los pantalones verdes, los zapatos verdes y sus manos -¡Ay sus manos!- verdes. La tierra, combinada con el verde de los tomates, se le ha incrustado a Cruz desde las uñas hasta la mitad de sus antebrazos.
Donde la mugre se ha secado, se asoman pedacitos de su piel morena. El sol y el polvo le han dejado a Cruz el cuero cuadriculado. Sus pómulos son un desierto ansioso de agua y crema humectante. La ropa no tiene remedio. Solo el cloro puede limpiarla pero después de dos o tres lavadas, los pantalones y las camisas quedan percudidas y llenas de hoyitos. Cruz usa los mismos zapatos para trabajar y para descansar; son los únicos que tiene.
Cruz es uno de los 30 mil trabajadores del campo –en su inmensa mayoría de México y Guatemala- que cosechan tomates y naranjas y que conocí el año pasado en esta población inmersa en los pantanosos everglades del sur de la Florida. De aquí sale la materia prima que termina en millones de ensaladas y jugos para el resto de Estados Unidos. Pero es un trabajo ingrato.
Pasé dos días viendo vivir y trabajar a los hombres (y mujeres) verdes de Immokalee y no fue fácil ocultar la indignación por las condiciones en que muchos de ellos operan. Es frecuente ver a una docena de trabajadores durmiendo, hacinados, en un trailer sin baño, aire acondicionado o agua. Y la levantada no es mucho mejor.
A las cuatro de la mañana los estacionamientos de esta pequeña población se llenan de sombras; son los campesinos que salen a buscar diversas formas de transporte para llegar a los campos de cultivo. A veces, con suerte, los contratistas les proporcionan autobuses con asientos. Otras, son llevados en camiones de carga, como si fueran animales, y solo tienen para sentarse la cubeta con que la recogen la cosecha. Una vez dentro, ya no pueden salir; las puertas del camión se cierran y se abren por fuera.
Tras el trayecto que a veces puede durar dos horas, pasan ocho, nueve o 10 horas más en los campos. Yo llegué durante la temporada de pisca de tomate y por cada cubeta de 32 libras los campesinos recibían unos 40 centavos. Es decir, un trabajador necesitaba levantar dos toneladas de tomates al día para ganar 50 dólares. Sin embargo, la empresa Taco Bell –que es una de las principales compradoras de tomate del país- acaba de llegar a un acuerdo con la Coalición de Trabajadores de Imokalee para pagarles un centavo más por cada libra que recojan. Y esto, para los campesinos, es un gran triunfo por el que pelearon por años.
A pesar de este logro, piscar tomate sigue siendo un trabajo brutal y muy mal remunerado. Pero esto le permite a los restaurantes y supermercados del país ofrecer la comida a precios muy bajos.
“Da coraje que estás haciendo mucho y que eres tratado como una persona de segunda o tercera clase”, me dijo Lucas Benitez, uno de los fundadores de la Coalición de Trabajadores de Immokalee durante mi visita. “Sin nosotros, sin trabajadores agrícolas aquí, Estados Unidos se muere de hambre.” La agrupación de campesinos ha logrado reducir los abusos a los trabajadores y denunciar los casos más extremos a las autoridades.
Immokalee es una extrañísima ciudad en donde la mayoría de sus habitantes son inmigrantes indocumentados. No hay otra ciudad similar en todo el país. En las calles, los policías a veces parecerían ser los únicos que son ciudadanos norteamericanos. Pero estos policías no arrestan a los indocumentados. Tampoco por aquí se aparecen los agentes del servicio de inmigración. Si lo hicieran la ciudad quedaría casi desierta. Es como si hubiera un acuerdo tácito entre los autoridades y los empleadores de que no se debe detener a estos trabajadores; millones de dólares están en juego y las mesas de los norteamericanos dependen de que haya alguien –aunque no tenga documentos legales- que coseche sus frutas y vegetales.
Immokalee es el mejor ejemplo de la doble moral que existe en Estados Unidos respecto a los inmigrantes indocumentados; muchos los atacan y desean, públicamente, que se regresen a sus países de origen. Pero, al mismo tiempo, la economía del país no podría funcionar con eficiencia sin ellos y todos los norteamericanos, en privado, se benefician de su trabajo. Por eso aquí toleran a los indocumentados.
Sin los hombres verdes de Immokalee las mesas de los norteamericanos serían de otro color.