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Monterrey, México.
Están ahí, pero la gente hace como que no los ve. Pocos los observan directamente a los ojos y ellos, también, evaden las miradas ajenas. Pasan desapercibidos. Son los mas pobres de los pobres. Son los invisibles.
A primera vista, uno pudiera pensar que en éste centro industrial la pobreza es menos palpable que en el resto de México. Y puede ser que las estadísticas así lo demuestren. Pero no hay forma de esconder a 26 millones de mexicanos que viven en la pobreza extrema, es decir, que no tienen suficiente dinero para comprar la canasta básica de alimentos. Uno de cada cuatro mexicanos vive así. La promesa de campaña del presidente Ernesto Zedillo (“bienestar para tu familia”) es para ellos un slogan mas.
En un fin de semana, me encontré a los invisibles por todos lados; aquí en Monterrey, en Saltillo, en la ciudad de México. En una calle cualquiera, un hombre sin piernas, sobre una silla de ruedas, pedía limosna mientras era empujado por otro mas joven. (Invisible; nadie le dio limosna mientras yo estuve ahí.) Luego, mas adelante, una niña que cubría sus doce o trece años con una deshilachada falda azul, limpiaba parabrisas. Su hermanito se encargaba de llenar las botellas del limpiador con agua sucia. (Casi invisibles; sólo consiguieron un par de monedas.) Estos niños forman parte de los cinco millones que, según la Organización Internacional del Trabajo, se ganan la vida en las calles, fábricas y campos de México.
En un club de tenis, una encorvada abuela barría con lentitud el patio de la cafetería, haciendo montoncitos de hojas secas para luego recogérlos, con mucho trabajo. (Invisible para los tenistas, mas preocupados por su saque y revés.) Frente a un semáforo, un adolescente sin camisa se tiraba sobre una cama de vidrio. Y como si eso fuera poco, cargaba una pesada piedra para clavar, aun mas, los pedazos de botella en su piel. (Su dolor fue invisible tan pronto como se prendió la luz verde.) En el baño de un aeropuerto, un muchacho que no pasaba de los 20, limpiaba obsesivamente los lavabos, con la esperanza de recibir una propina de los apresurados viajeros. (Pocos tenían el tiempo de apreciar su esfuerzo. Inútil. Invisible.)[/one_half]
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Invisibles también eran los cientos de miles de mexicanos damnificados por las recientes lluvias e inundaciones. Pero no querían quedarse ni invisibles ni mudos. Por eso, cuando el presidente Ernesto Zedillo pasó por el estado de Veracruz para constatar los daños, varios aprovecharon para pedirle que les ayudara. En particular (el viernes 8 de octubre) un exprofesor le exigió varias veces a Zedillo que hiciera algo para evitar la especulación con los alimentos . Sin embargo, el presidente, en lugar de mostrar su apoyo, lo mandó callar. “Soy el presidente de la república”, dijo Zedillo. “Si vuelve a hablar, me la paga. ¡Ya cállese!”.
En otras palabras, los damnificados querían dejar de ser invisibles, querían que los escucharan, que los tomaran en cuenta. Pero –al menos en el caso del exprofesor de Gutiérrez Zamora, Veracruz- el presidente lo paró en seco y lo regresó a la invisibilidad. Debe llegar un momento en México en que el éxito o fracaso de los gobiernos se mida en el número de pobres que dejaron de serlo y no por los discursos y regaños que da el presidente.
México es un país donde varios grupos luchan todos los días para dejar de ser invisibles. Así, los rebeldes zapatistas en Chiapas dieron un grito para sacar del silencio y la invisibilidad a los 10 millones de indígenas mexicanos que viven, muchas veces, en condiciones infrahumanas. Así también, los estudiantes y paristas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) quieren que se escuchen sus demandas, quieren ser visibles para las autoridades. Pero el oído gubernamental parece estar tapado; los ojos oficiales, cerrados. Es interesante notar, por ejemplo, que en el último informe presidencial no hubo una sola mención directa sobre los problemas de Chiapas y la UNAM. Es decir, se trató –sin éxito- de restarle importancia a dos de los principales problemas de la nación. Seguir la política del avestruz -escondiendo la cabeza- no resuelve problemas; sólo los pospone e intensifica.
Será que llevo muchos años viviendo fuera de México, pero cuando regreso por visita o de trabajo me brincan -me duelen- cosas a las que antes ya me había acostumbrado. Por ejemplo, me llaman la atención personas y situaciones que mis acompañantes -familiares, periodistas, amigos, conocidos…- muchas veces ya no ven. Puede ser el cansancio. Puede ser el escudo de insensibilidad que les permite caminar sin detenerse a cada paso. Pero puede ser también -y eso es lo mas preocupante- que somos (todos los mexicanos) de un país donde sigue siendo demasiado fácil nacer, vivir y morir invisible.
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