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LOS MUERTOS DE LA FRONTERA

Desierto de California, en la frontera entre México y Estados Unidos

Lo único que quedaba de María Isabel Pacheco, una madre de Tijuana de 47 años de edad, era un sueter negro tirado contra las piedras del desierto. ¿Para qué se habrá traído María Isabel un sueter a un lugar donde las temperaturas sobrepasan los 120 grados fahrenheit (o casi 49 grados centígrados)? Junto al sueter vi una botella de suero para niños, sin abrir. ¿Estaría tan débil que ni siquiera tuvo fuerzas para desenroscar la tapa de la botellita con el líquido? Imposible saberlo. Lo cierto es que María Isabel murió después de caminar cuatro o cinco días en el desierto de California en su intento de cruzar ilegalmente de México a Estados Unidos.

No iba sóla. María Isabel se llevó al desierto a sus cinco hijos, que oscilan en edades de los 10 a los 17 años, y buscó la ayuda de dos polleros o coyotes para que los llevaran a Estados Unidos. Para los traficantes de inmigrantes la familia de María Isabel era un buen negocio. En la Central de Camiones de Mexicali, Baja California, me dijeron que “la cruzada” cuesta unos 1,200 dólares por persona. “Eso es lo mínimo”, me aseguró un taxista cuyo segundo trabajo es “engancharle” posibles inmigrantes a los polleros.

No sé cuánto pagó María Isabel para intentar cruzar con sus cinco hijos. Lo que sí sé es que los agentes del Servicio de Inmigración de Estados Unidos (INS) la encontraron muerta el lunes 20 de agosto del 2001 a la una de la tarde, cuando el sol pega como martillo. Aún estaba a decenas de millas de la población más cercana. Sus pulmones, su hígado, los riñones, se chuparon; murió de deshidratación. Sus cinco hijos y los dos traficantes de indocumentados fueron detenidos poco antes. Y aquí viene lo más trágico de todo.

Cuando los polleros vieron que María Isabel se estaba muriendo, la dejaron tirada en el desierto y obligaron a sus hijos a seguir adelante. Cuando se despidieron, María Isabel estaba agonizando. Pero sólo el niño mayor, el de 17 años, se enteraría poco después que su mamá había muerto. Los agentes del INS no quisieron decirle nada a los menores.

María terminó, como muchos inmigrantes mexicanos, en una morgue de la ciudad de Brawley, California. Vi su cadaver dentro de una bolsa plástica color amarillo perico. Y como los encargados de la morgue no sabían su nombre, le inscribieron como identificación el número 173 a la bolsa. María Isabel perdió hasta su nombre en el desierto.

Ahora bien, ¿por qué murió ella y nadie más? Sólo puedo suponer que la poca agua y alimentos que había se los dió a sus hijos. Ellos sobrevivieron. Y eso fue lo único que le salió bien a María Isabel. Todo lo demás fue un desastre. Los polleros que escogió -les llaman así a los traficantes de indocumentados porque guían a los “pollitos”- se perdieron en el desierto. Eso le costó la vida. La mayoría de las “cruzadas” tardan sólo unas horas; del atardecer al amanecer.

El caso de María Isabel no es una excepción. La Secretaría de Relaciones Exteriores de México calcula que un inmigrante mexicano muere en la frontera cada 20 horas. El año pasado murieron 436 inmigrantes mexicanos en la frontera con Estados Unidos, más que en 1999 (358 muertos), más que en 1998 (329 muertos), más que en 1997 (149 muertos) y más que en 1996 (87 muertos).

De hecho, desde que Estados Unidos puso en práctica las operaciones Gatekeeper en California, Safeguard en Arizona y Río Grande en Texas en 1995 ha aumentado dramáticamente el número de muertos en la frontera. Y la razón es muy sencilla. Si los agentes del INS vigilan y bloquean las entradas cerca de las ciudades, los inmigrantes tienen que buscar la entrada por los desiertos, montañas y lugares más peligrosos. Esto, a su vez, ha convertido en indispensables a los polleros y multiplicado sus negocios.

Pero lo que sí es muy importante señalar es que no importa cómo traten de bloquear la frontera del lado norteamericano, los inmigrantes seguirán cruzando. Nada

-ni el ejército del país más poderoso del mundo, ni bardas más altas, ni los climas extremos de montañas y desiertos, ni las frías estadísticas de los muertos- podrán detener el flujo migratorio al norte.

¿Por qué? Porque el hambre es más fuerte que el miedo. El problema de la inmigración indocumentada no es legal ni político ni de seguridad. Es, fundamentalmente, un problema económico. Mientras falten trabajos en México y en el resto de América Latina y sobren en Estados Unidos, continuarán cruzando inmigrantes indocumentados a un ritmo de mil por día. Tratar de evitarlo es tan absurdo como intentar detener el flujo de un río con una coladera.

En Betania la Casa del Inmigrante en Mexicali conocí a un oaxaqueño con una familia muerta de hambre y que ganaba cinco dólares diarios, y a un joven que en un día de trabajo en Sacramento, California, obtenía lo mismo que durante todo un mes en Puebla, y a un salvadoreño de 61 años con cinco hijos que mantener y que huía de la sequía y la pobreza en su país. Algunos de los futuros inmigrantes con quienes platiqué habían sido detenidos tres, cuatro, cinco veces. Uno incluso ya llevaba siete aprensiones seguidas. Pero iban a volver a intentarlo. Otra vez. Hasta cruzar.

Los presidentes de México y Estados Unidos, Vicente Fox y George W. Bush, están obligados a reconocer esta realidad. Nada, absolutamente nada, va a detener la inmigración al norte. Así que durante su próxima reunión en Washington tienen que buscar formas de ponerle orden a la inmigración y legalizar a los que ya cruzaron. Pero, sobre todo, deben hacer algo para evitar el creciente número de muertes en la frontera.

Las probabilidades de éxito están claramente a favor de los indocumentados. En promedio, de cada 800 inmigrantes que cruzan ilegalmente la frontera uno se muere. Y mientras está lotería mantenga la suerte del lado de los inmigrantes, segurirá habiendo personas como María Elena Pacheco que apostó a cruzar y murió en el intento. Sus cinco hijos son testigos.

Posdata. Estuve caminando en el mismo desierto donde María Isabel perdió la vida. Antes de cumplir la primera hora tenía ya un ligero mareo y la lengua pastosa. Tuve que tomar un largo buche de agua. Pero eso no evitó un agudo dolor que comenzó en las cienes y se extendió por toda la cabeza. Mi cuerpo se calentó como una plancha. Al llegar a la tercera hora busqué, desesperado, el refugio de una camioneta con aire acondicionado. No pude ni siquiera imaginarme lo que María Isabel sufrió antes de morir.

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