Conozco a los dos y los puedo considerar mis amigos. Los conocí en Perú en las elecciones de 1990. Alvaro Vargas Llosa era el principal estratega de la campaña presidencial de su padre, el novelista Mario Vargas Llosa. Y Jaime Bayly hacía un influyente programa noticioso en la televisión peruana. Era frecuentes verlos juntos; en conferencias de prensa, en los estudios de televisión, en restaurantes y reuniones sociales.
A pesar de ser tan jóvenes –en ese entonces Alvaro tenía 24 años y Jaime 23- ejercían un sorprendente poder político y eran un punto de referencia obligado en la opinión pública de Perú. Muchos, es cierto, los criticaban (a veces por pura envidia), pero casi todos los escuchaban.
“Ahí van los niños terribles de Perú”, me comentó una periodista al verlos entrar a un conocido hotel de Lima donde se iba a realizar un evento de la campaña de Vargas Llosa, padre. Y desde entonces se me quedó grabada la frase.
La recordé once años después cuando, por televisión, vi a Alvaro y a Jaime dar una conferencia de prensa para explicar su abierta oposición a los dos candidatos que se enfrentarán en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Perú: Alejandro Toledo y Alan García. Y de nuevo, me llamó poderosamente la atención que todo Perú parecía querer escuchar lo que Jaime y Alvaro tenían que decir. La conferencia de prensa estaba atestada de micrófonos, periodistas y preguntas. Me atrevería incluso a decir que, juntos, parecían tener más poder de convocatoria que los dos candidatos presidenciales.
Los peruanos –creo- le ponen atención a “los niños terribles” porque en el 90 tuvieron razón al atacar a Alberto Fujimori. Alvaro lo hizo desde la trinchera de una campaña electoral y Jaime en su programa de televisión en que recomendaba a sus millones de televidentes “no votar por el chinito”. Si los peruanos les hubieran escuchado, otro gallo cantaría.
Fujimori, poco después de llegar al poder, disolvió al congreso y la constitución, se convirtió en un dictador, junto con Vladimiro Montesinos montó un sistema oficial de corrupción que tocó por igual a la iglesia, al ejército, al congreso y a los partidos políticos, y –lo peor de todo- huyó como un bandido, deshonrando sus raíces y renunciado por fax desde Japón. En el 90 Alvaro y Jaime estuvieron en lo correcto: Fujimori no era el mejor candidato. El tiempo les dio la razón. Ahora, en este 2001, Jaime Bayly y Alvaro Vargas Llosa han vuelto a sacar su dedo acusador. Para ellos, ninguno de los dos candidatos se merecen ganar la presidencia. “Jaime y yo”, dijo Alvaro en una conferencia de prensa en Lima, “vamos a entrar en campaña por el voto en blanco y el voto nulo”. “Y si no podemos votar por Alan y tampoco por Toledo, pues ¿qué diántres hacemos?”, se preguntó Jaime. “La repuesta es voten por ustedes mismos. No votes por Toledo, no votes por Alan: vota por ti”. (La última frase de Bayly, conocedor de los medios, es un sound bite perfecto: corto, al punto, contundente.)
Les’enfant terribles du Perú se oponen a Toledo porque, en palabras de Alvaro, se podría convertir en un “nuevo Fujimori”. Además, sospechan que ha tratado de ocultar de la prensa una noche de juerga, sexo y drogas, y les repugna que Toledo no se haga una prueba genética del ADN para determinar si una niña es realmente su hija ilegítima. Desde su tribuna en el programa de la televisión peruana, El Francotirador, Jaime Bayly ha cuestionado –con sus inigualables interrogatorios sin pelos en la lengua- la integridad de Toledo y su compromiso con la libertad de prensa.
Respecto a Alan García, tanto Jaime como Alvaro están acusando, primero al pueblo peruano por su mala memoria, y luego al candidato presidencial que con su verborrea intenta hacerle olvidar a los votantes que fue uno de los peores mandatarios que ha tenido Perú. En sólo cinco años –del 85 al 90- Alan García destruyó la economía peruana: la inflación acumulada fue de 2,178,482 por ciento, es decir, un producto que a principios de su gobierno costaba 100 intis terminó, cinco años después, con un valor superior a los dos millones de intis. Alan logró lo imposible: reducir en tres cuartas partes los salarios reales, desaparecer medio millón de empleos, chuparse hasta los huesos las reservas monetarias y provocar (con su negativa a pagar la deuda externa) una impresionante fuga de capital. Y Alan aun tiene que explicar cómo un ex-presidente pudo vivir tan bien por una década en París y Bogotá con los ínfimos ahorros de un funcionario público.
Por lo anterior, Jaime Bayly –un novelista consumado y un exitoso periodista continental- escribió recientemente que votar por Alan o Toledo sería como tener que escoger entre “la silla eléctrica o la cámara de gas”. Y Alvaro –un respetadísimo escritor tanto en las Américas como en Europa y un intelectual con un fino instinto político- ha preferido un enfrentamiento público con su famoso padre -quien aún apoya a Toledo- a ceder en sus principios y convicciones. (Mario Vargas Llosa –y vale la pena el paréntesis- mantiene su apoyo a Toledo debido a su larga lucha contra la dictadura de Fujimori y por haber sido un factor indispensable en el regreso de la democracia a Perú.)
Sé perfectamente que dentro y fuera de Perú Alvaro y Jaime son muy criticados. “¿Qué saben esos blanquitos de Miraflores sobre la realidad de Perú?” me dijo un peruano que vive en Miami. Eso está por verse. No se equivocaron respecto a Fujimori y es posible que tampoco se equivoquen respecto a Alan García y Alejandro Toledo.
Cuestionar sus motivos sería tonto. Tanto Jaime como Alvaro se han visto forzados a vivir en el exilio –en Miami, Londres y Madrid- por la falta de libertades y oportunidades en Perú. El exilio –lo sé- les duele. Por eso regresan a Perú cada vez que pueden. Ambos podrían llevar cómodas existencias epistolares; en cambio, se clavaron de lleno y se ensuciaron en las tierras movedizas de la política peruana.
Quizás exageraría al decir que Jaime y Alvaro se han convertido en una especie de conciencia crítica de Perú. Pero dicen las cosas como las ven, dan la cara y se atienen a las consecuencias de sus acciones. Y eso es precisamente lo que hacen los ciudadanos libres y responsables en una democracia. Hacen falta, al menos, un par de “niños terribles” como ellos (irreverentes, temerarios) en cada país de América Latina. Es cuestión de salud democrática.