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LOS QUE SE VAN

Oaxaca, México.

La escena es desgarradora. Ocho mujeres, con lluvias de llanto en los ojos, se despiden de sus hombres que se van a chambear a Estados Unidos. Debajo, un montón de niños se agarran de las faldas de sus madres o del pantalón rezurcido de su padre. Los ven hacia arriba, como quien ve un edificio enorme, sin saber qué está pasando. Aún no dan las ocho de la mañana y el vuelo de Oaxaca a Tijuana está a punto de partir.

Los hombres –ninguno pasa de los treinta años de edad- se hacen los fuertes y se tragan la tristeza de un buche mientras pasan el chequeo de seguridad. Pero sus ojos tristes, pintados de rojo y a punto de reventar, los delatan. Van casi uniformados

-cachucha beisbolera y una maletita tipo backpack donde cargan todas sus pertenencias- y muestran esa actitud, entre resignada y valiente, del soldado que es enviado a la guerra. La diferencia es que su guerra no es para matar; su guerra es sencillamente la del que tiene que irse de su país para no morirse de hambre.

Las mujeres, afuera de la sala de espera, con su largo pelo negro jalado hacia atrás finalizando en trenzas, se limpian las lágrimas a manotazos y toman asiento. No se quieren ir. Quieren ver partir a Juan, a Primitivo, a Cipriano… Una mujer tiene a sus cuatro hijos revisándole la cara. Ellos no saben por qué llora tanto su mamá. Un niño le acaricia el hombro y la niña le toma la mano, como si ella fuera la adulta ofreciendo protección. Los niños tampoco saben que, si las cosas siguen así de mal en el sur de México, dentro de unos años serán ellos los que estarán partiendo del aeropuerto hacia la frontera norte, siguiendo los pasos de su padre.

El augurio de peligro, de muerte, esta ahí frente a ellos pero no se dan cuenta. El mismo día del viaje, un periódico local publica proféticamente el futuro que les puede esperar al cruzar la frontera de Tijuana a California: un inmigrante de San Isidro Ocotepec, Oaxaca, fue hallado muerto en el desierto de Ocotillo, California. En Ocotepec nació y en Ocotillo murió. No es el único.

La patrulla fronteriza norteamericana acaba de informar que 464 inmigrantes murieron tratando de cruzar a Estados Unidos en el último año fiscal que terminó el 30 de septiembre. Esto es un aumento del 43 por ciento respecto al 2004. ¿Por qué? Porque sigue habiendo mucha hambre en México y trabajo para los hambrientos en Estados Unidos. Pero esas muertes también son culpa del absoluto fracaso de los presidentes George W. Bush y Vicente Fox de llegar a algún tipo de acuerdo migratorio.

Sobre el tema migratorio Bush y Fox han resultado ser un par de habladores. Dicen y dicen y no hacen nada de nada. Pero nadita. Por fin, ante lo evidente, el canciller mexicano, Luis Ernesto Derbez, explotó la burbuja de promesas foxistas y tuvo que reconocer que “no será en este sexenio cuando se logre un acuerdo migratorio con Estados Unidos.” ¿Ya se lo habrá dicho a su jefe?

Mientras tanto, la gente se sigue yendo de Oaxaca y de Michoacán y de Guanajuato y de Puebla… La principal señal de la falta de fé en una nación es cuando millones prefieren irse de ahí.

Hace casi dos décadas que no visitaba Oaxaca. Es, sin duda, un lugar maravilloso para turistear, para ponerse en contacto con el México indígena y para verle la cara a la pobreza. Las estadísticas oficiales -que presumen que la pobreza extrema se ha reducido en el país- parece que se saltaron las calles de Oaxaca. La ciudad está llena de niños descalzos pidiendo dinero y comida y cualquier cosa que se puedan meter a la boca. Y ante esos ojitos que piden con su mano sucia 20, 30, 40 veces al día, uno tiene solo dos opciones: les das algo cada vez o no le das nada y luego te sientes como el ser humano mas despreciable del universo. Esto es lo que no sale en las estadísticas.

Pero mi dilema moral es una responsabilidad de los que tienen el poder. La principal responsabilidad de un gobierno es darle comida y escuela a los más pequeños. ¿Acaso el presidente, el gobernador de Oaxaca y el alcalde de la ciudad no pueden ofrecerle ese mínimo a los niños que pululan estas calles? Y ojo que no se trata de enviar mañana en la noche a la policía a limpiar de limosneros las calles de Oaxaca para dar una buena imagen a los extranjeros.

Los ancianos no están mucho mejor que los niños que vi. Un ejemplo.

En las ruinas de Monte Alban hay un guía extraordinario y poco común llamado don Agustín Vázquez. Durante un reciente recorrido por esas ruinas zapotecas, me prohibió leer los letreros informativos –“no sirven p’a nada”- y me ofreció una de las mejores lecciones de historia y orgullo indígena que he recibido. “Señores arquitectos, señores astrónomos eran los zapotecas”, repetía. Don Agustín, con bastón en mano, sombrero de paja y un bigote canoso perfectamente recortado, exige toda tu atención, hace constantes preguntas para asegurarse que estás escuchando y regala unos regaños que ya son legendarios: “¿Qué no oyó lo que le dije?” “Hágase p’aca si quiere aprender algo”. Cuando algo no le gusta, es frecuente escucharlo decir: “bola de…”. Y les aseguro que hay pocos guías tan singulares en cualquier parte del mundo. Pero don Agustín, ya rayando los ochenta, es pobrísimo.

Su comida del sábado consistió en una barra de chocolate y media botellita de agua. Hoy gana una décima parte de lo que conseguía cuando trabajaba en Estados Unidos. Diez años vivió en el norte pero luego decidió regresar a Oaxaca, que le apasiona, y no tiene más remedio que ganarse la vida hablando de piedras y de un grandioso pasado de imperios, poder y conocimiento que se rehúsa a regresar.

Estos no son días para hablar de la grandeza de México. No. Estos son días de lluvias, politiquería y fútbol. Los daños causados por el huracán Stan (calculados en dos mil millones de dólares) han dejado al descubierto una anticuada y mal planeada red de carreteras, decenas de miles de casas hechas con los más frágiles de los materiales y un gobierno que trata pero no puede. La carrera por la presidencia (con batallas intestinas y cuchillazos en la espalda) refuerza la triste percepción de que México tiene algunos de los políticos más mediocres, bulcheteros y mentirosos del planeta. Y, por ahora, solo el fútbol sugiere un futuro mejor para el país.

La selección juvenil de México ganó hace un par de semanas el mundial de fútbol para menores de diecisiete años. Y así, una veintena de muchachitos llevaron al país, además de un trofeo, la todavía extraña idea de que los mexicanos también pueden ser triunfadores y hacer las cosas mejor que nadie en el mundo. Si el futuro de México depende de gente como ellos, estamos en buenas manos o, mejor dicho, estamos en buenos pies. Por ahora, lo preocupante de México es la incapacidad, incompetencia y falta de visión de los que dirigen su presente. Por eso la gente se va. Cada año, según un estudio binacional, se van unos 350,000 mexicanos del país.

En el aeropuerto de Oaxaca, a las ocho mujeres indígenas, cargadas de niños, se les impidió entrar al restaurante del segundo piso para ver partir a sus maridos. Y sin chistar, bajaron las escaleras y se fueron al estacionamiento para ver despegar el avión donde iban sus familiares. Desde ahí lo vieron perderse en las montañas que forman el valle de Oaxaca. Y luego, sin prisa, se alejaron caminando del aeropuerto. Después de todo, al igual que millones de mexicanos, lo único que podían hacer era esperar.

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