En un crucero, cerca de las Bahamas. Hay dos maneras de ver cuando uno viaja en un buque crucero: una, hacia afuera, al horizonte, disfrutando el sol, la luna, las estrellas y la brisa gentil sobre tu cara; la otra es hacia adentro, observando a otros compañeros de viaje y tomando nota de sus facciones, cuerpos y conductas. Bueno, en mi último viaje vi hacia dentro y lo que encontré fueron gordos, muchos. Y lo más grave de todo es que montones de ellos eran niños.
Siempre me había resistido a subirme a un crucero. La idea de estar encerrado durante tres o cuatro días, sin posibilidad de escapar en altamar en caso de engentarme o de un profundo aburrimiento, me causaba mareos. Pero con la excusa de tomar unas vacaciones distintas con mis hijos, me lancé a la aventura marinera. Y lo que vi me aterró.
No me aburrí pero sí me engenté; es imposible no sentirse así cuando se comparté todo, día y noche, con otros tres mil pasajeros. Sin embargo, lo que más me impresionó fue la enorme cantidad de niños con sobrepeso.
La zona de las albercas era un terrible tributo a la comida chatarra, a los excesos en la alimentación y a la falta de ejercicio. Vi a niños de 8, 9, 10 años cuyos estómagos se desbordaban groseramente de sus coloridos trajes de baño azul turquesa y rosa mexicano chillante. Vi cachetes rojos y redondos, del tamaño de pelotas de beisbol, en adolescentes que se tomaban un litro de refresco –gulp, gulp, gulp- como si fuera agua. Y vi a un niño que no pasaría de los 6 años de edad cuya piel parecía reventarse por el sol y la gordura, y cuyas piernas de tronco estaban tan llenas de grasa que tenía que balancearse de un lado a otro para caminar o, más bien, para arrastrar los pies.
Cada vez que uno de estos niños o niñas se tiraba por la resbaladilla gigante para caer en la piscina desplazaba agua y espuma como en un pequeño maremoto. Y al tirarse “bombitas” para mojar a quienes estaban a su alrededor, lograban empapar hasta al más inocente turistoide a varios metros de distancia.
Los niños que vi en el crucero, desde luego, no venían solos. Hay, creo, una relación directa entre padres obesos con hijos obesos. Y mi teoría no fallaba: los padres que colmaban sus platos con un bistec de carne, dos patas de pollo, tres ordenes de pasta, cuatro cucharadotas de arroz, cinco camarones gigantes, seis pedazos de postre y una pizca simbólica de ensalada eran los mismos que tenían a hijos gordos. La obesidad, sí, es una enfermedad. Pero también es algo que se aprende en casa.
La idea del all you can eat buffet generaba tal entusiasmo entre los pasajeros que lo normal era ver a la gente servirse tres y cuatro veces. Hay gente que come como si el mundo se fuera a acabar mañana mismo y su límite parecía ser el final de la garganta. Y por cada adulto que caminaba olímpicamente con dos platos rebosantes en las manos era frecuente ver a uno o dos niños siguiéndolo con las manos chorreando de helado o miel de pancakes.
Uno de cada tres niños o adolescentes en Estados Unidos sufre de gordura.
Y lo peor es que el asunto está cobrando proporciones epidémicas. Un ejemplo: el número de menores de edad con sobrepeso en las escuelas de California, según el California Center for Public Health Advocacy, aumentó del 26 por ciento en el 2001 al 28 por ciento en el 2004.
¿Por qué? La página de internet de la polémica película Supersize Me nos da una clara idea: el vegetal que más se come en Estados Unidos son las papas fritas (french fries), los norteamericanos se jaman un millón de animales por hora y se gastan 110 mil millones de dólares al año en comidas rápidas. Ante este panorama, no sorprende que el ex Asesor Nacional de Salud, David Satcher, haya dicho que “la comida rápida es una de las principales razones de la epidemia de obesidad” en Estados Unidos.
Estados Unidos es el país de los excesos en lo que a comida se refiere. Nunca he visto en ninguna parte del mundo porciones de alimentos más grandes ni comensales que coman tanto en tan solo unos minutos que en los restaurantes norteamericanos. La mayoría de los pasajeros de este crucero venía de Estados Unidos y sus estómagos corroboraban las estadísticas de la Asociación Americana de la Obesidad: 127 millones de norteamericanos mayores de 20 años de edad son obesos o están pasados de peso. Es decir, dos de cada tres norteamericanos (64 %) tienen libras de más.
Nunca he visto a tantos niños gordos sobre el mar. Y muchos de los que estaban flacos o en su peso terminarán como sus compañeros de crucero. Podemos culpar a sus padres, o al exceso de comida en Estados Unidos, o a la falta de educación pública sobre lo que es una alimentación saludable, o a la internet y a la falta de ejercicio, o a los restaurantes de hamburguesas y a los buffets donde se come hasta reventar los intestinos. Todo, tal vez, contribuye a esta epidemia.
Lástima que me haya dado cuenta de esto cuando estaba en vacaciones. Razón de más para no subirme por un buen rato a otra de estas ballenas artificiales.