Venecia, Italia.
Vi el letrero sobre una pared mientras un taxi acuático me llevaba del aeropuerto a la ciudad. SLOW DOWN GLOBALIZATION. Las gruesas letras de graffiti, escritas de prisa y hasta con rencor, eran un grito y una denuncia. Algo así como: paren; me quiero bajar.
Y me pareció muy curioso que esta queja surgiera en Venecia, una ciudad irrepetible. Pensaba que pueden copiar las hamburguesas, el sushi, los tacos, las pinturas, la tecnología, los CD’s, los coches, la ropa, la música y montones de ciudades…pero no Venecia. (El burdo intento de crear canales venecianos dentro del hotel Venetian de Las Vegas es patético, incluyendo a sus gondoleros, cantores y vestidos de negro, que se lo toman tan en serio.)
Venecia es irrepetible e improbable. Una ciudad como esta no debería existir. Pero existe. Los 60,000 residentes de Venecia protegen sus calles, sus palacios, sus museos, su vidrio, sus horarios y su visión del mundo con fiereza medieval.
El mejor ejemplo de resistencia contra la globalización que encontré en Venecia fueron unas trufas de chocolate, hechas a mano, en la tienda apropiadamente llamada Vizio-Virtú. Son, al mismo tiempo, tentadoras e imposibles de copiar. Cada esfera –suave por dentro, sólida por fuera, espolvoreada en su superficie- es un pedacito de paraíso.
Pero la globalización también aprieta a Venecia. La pasta en los restaurantes bajo el puente Rialto ya no es italiana; es de una desabrida receta universal. La comida rápida le gana espacio a los sitios que llevan con honor el sello de Slow Food (un movimiento gastronómico que gana adeptos en europa). La zona de las tiendas tiene las típicas Armani, Hugo Boss y Zara, como en cualquier metrópolis. Y los 100,000 turistas que la invaden cada día del verano la estandarizan, la aplanan y la vuelven un lugar más que fotografiar. Venecia se globaliza a riesgo de perder lo que la hace distinta.
Eso no es todo. Venecia también se ahoga. La tierra se calienta, los mares se expanden y Venecia apenas sale a flote. Dos meses de la primera mitad de este año fueron los más calientes desde 1880, según la Organización Metereológica Mundial. Esta organización, que depende de Naciones Unidas, encontró que el calentamiento de la tierra es incuestionable y que seguramente se debe a “actividades humanas”. Nunca como ahora se han podido explorar el polo norte y el polo sur porque las puntas del planeta se están derritiendo.
Y no hay que irse a las islitas de los mares del sur para ver cómo ha aumentado el nivel de los océanos. Basta con tomarse un refresco –“cinco euros por favor”- en uno de los cafecitos de la plaza de San Marcos en el centro de Venecia. Estuvo encharcada todos los días que pasé en esta ciudad-isla-puerto. Dos veces al día, cuando sube la marea y sus muros apenas aguantan el embate de las olas, Venecia se siente vulnerable, como un marinero sin fuerzas, sin salvavidas y a punto de morir. Se hunde lentamente.
Venecia lucha contra el agua, contra la globalización y contra los millones de turistas que, a la vez, la sostenemos y la desgastamos.
Los turistas, hay que reconocerlo, a veces somos aborrecibles. No es, simplemente, el pisar historia con zapatos tenis, bermudas y una cachuchita de beisbol. Ese el uniforme universal del turista. Lo peor, debe ser, cuando preguntamos una y otra vez lo mismo. Antes de que se meta el sol, los venecianos están hartos de contestar.
A pesar de todo y de todos, Venecia (la generosa) tiene algo único para cada uno. Algo que, por un instante, te hace olvidar que eres turista y te convierte en veneciano.
Venecia es para estar pasmado tras cada esquina y para dar las gracias por estar vivo.
Ahora entiendo perfectamente el temor de los venecianos de ser aplastados por la globalización hasta convertirse en una simple reproducción de Epcot Center. Sí, Venecia quiere bajarse de este paseo. Su sobrevivencia depende de ello. Por eso el letrero que leí al llegar -y que no comprendí de inmediato- tiene ahora tanto sentido.
Venecia es la ciudad más original del mundo, lo sabe y pelea para no morir.