Miami
La tan cacareada (y retrasada) ejecución del terrorista Timothy Mc Veigh –responsable por la explosión del edificio federal en Oklahoma City donde murieron 168 personas el 19 de abril de 1995- obliga a poner a la pena de muerte en el banquillo de los acusados.
Si la pena de muerte sirviera para reducir la criminalidad, aun tendría mis objeciones al respecto. No creo que ningún estado debe tener el derecho de eliminar a sus ciudadanos. Además, se cometen muchísimos errores en su aplicación.
Lo más triste de la pena de muerte es que se trata de una pena inútil. Es decir, no sirve para nada. En los países donde es legal, como en Estados Unidos, el argumento es que la pena de muerte actúa como una señal de advertencia para los criminales; si asesinas, si violas, si hieres con saña…y te agarramos, podrías ser sentenciado a morir. Pero dudo mucho que los delincuentes vayan pensando en la pena de muerte cuando cometen sus fechorías. Al contrario. Supongo que piensan que nadie los va a cachar.
El mejor ejemplo de lo absurdo de la pena de muerte lo tenemos en Texas donde el último año fueron ejecutadas 40 personas. El presidente Bush, antes de dejar la gubernatura de Texas, autorizó varias de esas ejecuciones. Pero Texas también es el estado con el mayor número de asesinatos en Estados Unidos. Parecería entonces que la pena de muerte, en lugar de disminuir la criminalidad, la fomenta. Una reciente serie de artículos del diario The New York Times arroja conclusiones similares. Y una encuesta del periódico Washington Post del mes de abril sugiere que uno de cada dos estadounidenses sospecha que la pena de muerte no reduce el número de asesinatos.
En los últimos 60 años han sido ejecutadas 5,400 personas en este país. 36 estados aprueban la pena de muerte, 12 no. Pero la tragedia es que entre los muertos hay una cantidad desproporcionadamente alta de negros e hispanos. Esto hace suponer que entre los ejecutados pudo haber inocentes y que los procesos judiciales están, como la misma sociedad norteamericana, viciados con tintes racistas y discriminatorios.
A pesar de todo lo anterior, el 66 por ciento de los estadounidenses apoyan actualmente la pena de muerte de acuerdo con una encuesta del Pew Center. Este índice es menor que el de 1994 cuando 80 por ciento de los estadounidenses apoyaban ese tipo de castigo. Aun así, la pena de muerte goza de sorprendente salud en Estados Unidos.
Es difícil entender esta actitud cuando la pena de muerte tiene tan poca o nula efectividad contra la criminalidad y conlleva el altísimo riesgo de quitarle la vida a personas inocentes. Cada año recibo decenas de cartas de prisioneros que esperan que pueda hacer algo para demostrar su inocencia. Y supongo que, al igual que los detenidos que me escriben, habrá muchas personas que esperan ser ejecutadas y que probablemente no son culpables de los crímenes que les achacan.
Cuando Estados Unidos ataca a otro países por la violación de los derechos humanos, sus condenas pierden fuerza por el simple hecho de ejercer la pena de muerte. ¿Cómo alzar la voz contra los asesinatos de periodistas, defensores de los derechos civiles y ciudadanos comunes y corrientes en otros países cuando en tu propia casa le quitas la vida con asombrosa frecuencia a prisioneros negros o latinos?
Quitar la vida es un negocio muy imperfecto. El juez de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos, William Brennan, solía decir que las ejecuciones en la silla eléctrica son el equivalente moderno de la hoguera. Y en el estado de la Florida, para citar un ejemplo, la silla eléctrica estaba tan mal diseñada que no lograba matar el prisionero con la primera carga de corriente. Varias más eran necesarias para cumplir, eventualmente, con su eléctrico cometido. ¿No es ese tipo de práctica un castigo cruel e inhumano violatorio de la constitución de Estados Unidos y de la Carta de Derechos Humanos de Naciones Unidas?
Si alguien se merece la pena de muerte es Timothy Mc Veigh; ha reconocido públicamente su crimen, no se ha arrepentido, no ha pedido disculpas a los familiares de las víctimas y está aprovechando el interés en los medios de comunicación en su caso para promover su mensaje antigubernamental. Pero más que ser ejecutado, Mc Veigh debería pudrirse en la cárcel. Ese sí sería un verdadero castigo. Ejecutarlo lo convertirá en martir y posiblemente su muerte promueva otros actos terroristas similares al de Oklahoma City.
El infierno es la repetición. Y Mc Veigh debería ser condenado a repetir un día tras otro tras otro. Pero ejecutarlo no resuelve nada. La pena de muerte revierte los papeles del verdugo y la víctima. Mc Veigh debería quedar en los libros de historia como uno de los más crueles verdugos que han existido en Estados Unidos. No como un martir anarquista.
Si Estados Unidos quiere recobrar el liderazgo internacional en la defensa de los derechos humanos, tiene que empezar por poner en orden su propia casa y prohibir la pena de muerte. La forma en que aquí se ejecutan a los reos es para morirse de la pena.