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PETE, LAS NOTICIAS Y EL DESIERTO

Phoenix, Arizona.

Las rocas del tamaño de una casa se amontonan creando figuras inverosímiles. Dicen por aquí que dios se puso a jugar canicas en el desierto y que, luego, las dejó abandonadas. Son piedras monumentales que se trepan unas sobre otras desafiando la ley de la gravedad. La primera impresión es que estos boulders, como les dicen en inglés, se van a desplomar con un soplido del desierto que les rodea. Pero llevan 12 millones de años sin moverse un sólo centímetro. Este es el paisaje con el que creció -y murió- mi amigo Pete Moraga.

Acababa de aterrizar en el aeropuerto de Phoenix cuando entró la llamada a mi celular. Sí, fue uno de esos ataques fulminantes que una aspirina al día no pueden evitar. Encontraron su cuerpo, tirado, en la casa. Pero yo no me lo puedo imaginar así.

Conocí al “señor Moraga” cuando llegué a Los Angeles en 1983. Era el director de noticias del Canal 34 de televisión y me contrató como reportero casi sin conocerme. Simplemente confió en mí. Así, siguiendo más su instinto que la razón. Yo era un periodista muy verde, inexperto, pero hambriento de trabajo. Literalmente. Los 15 dólares diarios que ganaba como mesero apenas me alcanzaban para sobrevivir. Y fue Pete quien me sacó del restaurante -y de un extrañísimo trabajo como cajero en un cine- para meterme en la televisión. Aún hoy no sé por qué lo hizo. Nada en mi poquísima experiencia en el periodismo mexicano sugería que yo podría tener algún futuro en esta profesión. Pero pronto dejé de comer ensalada de lechuga con pan todas las noches.

Pete me dio la mano cuando otros apostaban por mi fracaso. “No, tú nunca vas a trabajar como periodista en Estados Unidos”, me había advertido antes un ejecutivo de la televisión en Los Angeles. “Tu acento en inglés es muy fuerte y los medios de comunicación en español están a punto de desaparecer”. Bueno, se equivocó. Conseguí un trabajo como reportero -gracias a Pete- y los noticieros en español, lejos de desaparecer, le ganan hoy en los ratings a la mayoría de los programas de noticias en inglés de Los Angeles. Pete Moraga -considerado una “leyenda” por el expresidente George Bush, padre- fue uno de esos latinos que abren brecha para otras generaciones.

Pete hizo mucho más que sólo darme trabajo. Fue también un mentor y protector. Mi primera cena del día de acción de gracias -Thanksgiving- la pasé en su casa junto con su esposa Gloria, su hijo, sus tres hijas y varios de sus nietos. Y comiendo pavo con mermelada de frambuesa y tamales mexicanos me hicieron sentir como uno más de ellos. Los Moraga me adoptaron rápidamente. Cuando más solo me sentí en un país extraño ellos siempre tuvieron para mí un asiento en su mesa. ¿Cómo olvidar eso?

Pete, mi jefe, me enseño una de las mejores lecciones que he recibido en el periodismo. Cuando entraba todo confundido a su oficina, en un viejo edificio de la calle Melrose en Los Angeles, sin saber cómo estructurar un reportaje, siempre me decía -paciente y sonriente: “A ver, cuéntame qué pasó.” Se lo contaba con palabras muy sencillas, como se le habla a un amigo y luego, invariablemente, me decía: “Okey, ahora escríbelo de la misma forma en que me lo contaste”. La fórmula nunca falló. Al final de cuentas, la labor fundamental del artesanal oficio de periodista es contar historias que la gente entienda. Somos modernos juglares. Eso lo aprendí de Pete.

También aprendí de él que los mejores reporteros se hacen en la calle, escuchando a la gente, pescando información, trabajando persistentemente una nota como si fuera una pieza de cerámica que surge de nuestras manos sucias y enlodadas. Hacer periodismo es más parecido a la carpintería que a la filosofía. Y sólo la calle -no un estudio de televisión ni una sala de redacción- enseña eso. Bajo el mando de Pete hice calle, mucha calle.

Pete era un hombre corpulento, del color de la tierra, que nunca dejó de expresarse en español a pesar de que sus maestros en una escuela de Arizona le pegaban cuando lo hablaba. Pete, nacido en Tempe, Arizona, podía saltar del inglés al español en la misma frase y daba unos abrazos de oso que solían sacarme el aire del cuerpo. Era un gusto, una invitación, estrechar sus manos grandes y redondas. Y se nos fue a los 77.

Cuando llamé por teléfono a casa de los Moraga para darle el pésame a Gloria me contestó una grabadora con la voz de Pete. Y me atraganté. Era esa voz firme pero amable, cariñosa, que me guió durante mis primeros y difíciles años en Estados Unidos. Mientras escuchaba su voz, el sol otoñal se enterraba entre cactus y rocas gigantescas. “Qué curioso”, pensé, “que pocas horas después de morir Pete, yo estoy pisando el mismo desierto y viendo el mismo paisaje de Arizona que tanto marcó su vida”. Era -lo entendí más tarde- nuestra despedida.

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