Cobá, México.
Los inmigrantes no se van de sus países porque quieren. Se van porque hay razones que los expulsan y porque en otros lugares hay cosas que los atraen. En todo el mundo existen alrededor de 200 millones de personas que han tomado la decisión de irse de su país. Y la mayor parte de ellas son pobres. Bien lo decía en 1831 el viajero francés, Alexis de Tocqueville: “Los ricos y poderosos no se van al exilio.”
En las maravillosas ruinas mayas de Cobá, en el estado mexicano de Quintana Roo, es fácil entender porque tantos mexicanos se van de su país. Ahí conocí a Rodrigo, un muchacho de descendencia maya que apenas sobrepasa los 18 años de edad, y quien pedalea todo el día para ganarse la vida. Les cuento.
En una bicicleta adaptada para sentar a dos personas en la parte delantera, Rodrigo espera todos los días la llegada de turistas a esta zona arqueológica para llevarlos desde la entrada de Cobá hasta la gran pirámide (que se alza 120 escalones en medio de la selva yucateca). Son dos kilómetros de recorrido que le han puesto las piernas a Rodrigo como un par de troncos. Pero aunque está en buena condición física, no se puede decir lo mismo de su condición económica.
Rodrigo gana el equivalente a dos dólares por recorrido de ida y vuelta. Pero son tantos los bicicleteros que esperan a los turistas que en un buen día no se pueden hacer más de cuatro recorridos. Es decir, que si a Rodrigo le va bien gana ocho dólares diarios o 48 dólares semanales (pues trabaja seis días por semana). Y si le va mal hagan ustedes las cuentas.
Rodrigo habla un poquitito de inglés y se expresa en español con acento ya que su lengua materna es el maya o, mas bien, uno de los 30 lenguajes que aún sobreviven del antiguo imperio maya. Pero no hay que saber mucho de lenguajes y de números para calcular que lo que Rodrigo gana en un año lo podría ganar en un mes trabajando en Estados Unidos. Por eso no me extrañaría verlo muy pronto trabajando en los campos de cultivo de California o la Florida.
Eso es exactamente lo que han hecho un millón de mayas, provenientes de México y Guatemala, que en estos momentos viven en Estados Unidos. Uno de cada seis mayas ha dejado su país de origen para buscar mejor suerte en el norte. Conocí a varios de ellos mientras recogían el jitomate en los campos de Immokalee en la Florida. Son inconfundibles por sus rasgos, su estatura y su inusual fortaleza para los trabajos duros que nadie más quiere hacer. La gran tristeza es que los pocos pobladores mayas que quedan –seis millones- de una de las zonas de mayor riqueza histórica del mundo prehispánico tienen que decidir entre mantener su tradición cultural y el morirse de hambre.
El principal fracaso de los 71 años de gobiernos priístas y cinco foxistas es el no haber podido construir un modelo económico que genere buenos empleos para todos los mexicanos. La verdadera tragedia mexicana es que expulsa a sus hijos de casa. México, en ese sentido, es un país que ha sido ingrato con millones de los suyos. Es una soberana estupidez y una imperdonable falta de visión el que México envíe al extranjero a sus más brillantes y dedicados trabajadores. Y la responsable de esta tragedia es una clase política de mentes chiquitas y bolsillos grandes; en tres cuartos de siglo no han podido crear un sistema que funcione para todos.
Una encuesta reciente realizada en 82 países indica que los mexicanos son los seres más felices del mundo después de los puertorriqueños. Yo no estoy tan seguro de ver mucha felicidad en esta parte del país.
El futuro mexicano, siento decirlo, no promete nada nuevo. Es solo más de lo mismo. No hay consensuado un proyecto de país: México se queda atrás en el desarrollo de nuevas tecnologías, a pesar de su cercanía con Estados Unidos pierde mercados frente a China, no existe un sistema educativo (como en la India) que forme estudiantes por los que se peleen las grandes corporaciones internacionales ni que sean candidatos a un premio Nobel, nacer pobre significa casi siempre morir pobre, y para muchos la única esperanza está -¡horror!- del otro lado de la frontera.
No hay nada, nada, que haga que Rodrigo se quede en casa. Si se enferma, no tiene seguro médico. No tiene ningún incentivo para terminar la preparatoria y entrar a la universidad. Sus perspectivas de trabajo son nulas. Su futuro está frente a él; son sus compañeros de trabajo que llevan 40 años llevando turistas en sus bicicletas.
Mexicanos como Rodrigo no tienen alicientes para quedarse en su propio país. Por eso se van.