Miami. Los estadounidenses están aterrados ante la posibilidad de que su nuevo presidente llegue a la Casa Blanca por error o con trampas. Cualquiera de los dos casos dejaría a un mandatario con serios problemas de legitimidad.
La democracia se basa, fundamentalmente, en una firme convicción: el que gobierna es quien obtiene el mayor número de votos. Y la democracia norteamericana -la más antigüa del mundo- ha perdido el balance temporalmente porque sus ciudadanos, de verdad, no saben a ciencia cierta quién fué el que obtuvo más votos en la Florida en las pasadas elecciones del siete de noviembre. (Y quien gane la Florida, de acuerdo con el arcáico sistema de votos electorales, gana la presidencia.)
Así de sencillo. La actual crisis -electoral, política, constitucional- que enfrentan los norteamericanos se basa en que probablemente nunca sabremos quién consiguió más votos en el estado de la Florida. Los recuentos, electrónicos y a mano, lejos de despejar nuestras dudas han acrecentado las sospechas de que algo está fallando. Y no importa de qué lado se vea el problema, demócrata o republicano: la sensación de que las cosas no están bien permea a toda la sociedad norteamericana.
Escoger a un presidente por error sería una verdadera tragedia para los Estados Unidos. Analicemos éste escenario. Si después de todos los conteos y recuentos el gobernador de Texas, George W. Bush, es declarado como ganador, sus opositores demócratas denunciarían que llegó a la Casa Blanca por error.
El partido Demócrata y la campaña de Al Gore están convencidos que más personas en la Florida salieron de sus casas el martes siete de noviembre con la intención de votar por el vicepresidente. Pero que un error en el diseño de la confusa boleta electoral del condado de Palm Beach ocasionó que miles acabaran votando por otro candidato -Pat Buchanan- o anulando su voto por marcar más de una selección presidencial.
El otro escenario es igualmente dramático y pesimista. Supongamos que al final de todo Al Gore es declarado ganador del estado de la Florida. Y supongamos también que lo logró en base a varios recuentos, con una nueva elección en el ampliamente demócrata condado de Palm Beach o gracias a un ajuste estadístico ordenado por un juez. Sus opositores republicanos denunciarían que Gore llegó a la Casa Blanca con trampas porque nadie tiene el derecho de votar dos veces (aunque se haya confundido al votar la primera vez) o de hacer recuento tras recuento hasta que el resultado final sea de su agrado.
Efectivamente, las leyes del estado de la Florida determinan que si hay una “duda razonable” de que los resultados de las elecciones no reflejan “la voluntad de la gente” un juez tendría la autoridad de hacer un “ajuste”. Pero cualquier tipo de ajuste aritmético o estadístico crearía un antecedente de horror; sería un escándalo que un juez estatal, sentadito en su escritorio y armado con su calculadora, determinara quién será el próximo mandatario norteamericano.
En cualquiera de los dos escenarios -Bush como ganador o Gore como ganador- quién pierde en legitimidad es la presidencia de los Estados Unidos. No importa ya quién gane; el próximo presidente de Estados Unidos tendrá que vivir durante cuatro años con un manto de sospecha sobre sus espaldas. Así de seria es ésta crisis.
Esto, desde luego, no significa que Estados Unidos se va a paralizar política o económicamente ni que dejará de ser la única superpotencia militar. Lo único que significa es que el próximo mandatario de norteamérica estará obligado a tener un gobierno de coalición, de unidad nacional, si es que quiere lograr algún tipo de respeto y efectividad.
Estados Unidos pasó muy rápidamente de la indecisión e incertidumbre previa a las elecciones, a ser un país dividido por el voto, hasta convertirse en una nación polarizada donde la mitad de la gente no entiende ni acepta los argumentos de la otra mitad. Durante los últimos días ha sido prácticamente imposible encontrar puntos en común, puentes que ayuden a salir de ésta crisis.
Escasean las voces que sugieren calma y moderación, destacándose los gritos que piden empujones y sombrerazos. Los resentimientos son tan grandes que ya hay llamados en ambos partidos para boicotear la toma de posesión del 20 de enero del 2001 si quien llega a la Casa Blanca es el contrincante.
Nunca pensé ser testigo de algo así en Estados Unidos. Pero al final, estoy convencido, la democracia norteamericana aguantará ésto y mucho más. Se tendrá que ajustar a su nueva realidad de nación políticamente compleja y empezar a pensarse como lo que es: un país diverso, plural, multiétnico, multicultural. Y eso será muy positivo. Estados Unidos, lo demostró está elección, no es un país homogeneo.
Por principio, Estados Unidos tendrá que modernizar su anticuado sistema electoral. Lo que servía en 1787 -cuando fué establecido- es obsoleto en el siglo 21. El colegio electoral ya está agotado y debe quedarse en los libros de historia. Para evitar problemas de legitimidad -como los que enfrentará el nuevo mandatario- el ganador de una elección presidencial debiera ser quien obtenga más votos a nivel popular. Punto.
Y, por favor, cambien el día de votación: que sea en sábado y/o domingo. Los martes la gente trabaja, está ocupada, tiene otras cosas en la cabeza. Sólo unos 100 millones de votantes -en una nación de 275 millones- fueron a las urnas el martes siete de noviembre. Si más gente hubiera salido a votar, otro gallo cantaría. No habría dudas -como ahora- sobre quién realmente se merece la presidencia.