Montado en un avión de Los Angeles a Miami.
Hay veces en que los periodistas nos convertimos en vendedores de libros y eso me ha llevado a ocho ciudades (Miami, Washington D.C., Nueva York, Chicago, Dallas, Houston, San Francisco y Los Angeles) en dos semanas. No me quejo; perdí un par de kilos de tanto brinco entre hoteles, entrevistas y aviones, pero gané la maravillosa oportunidad de ver cómo están viviendo otros inmigrantes, como yo, en Estados Unidos.
Y lo que vi es que lo latino o hispano está de moda: Dos de los pitchers más efectivos de la pasada serie mundial de béisbol entre los Gigantes de San Francisco y los Angels de Anaheim (Liván Hernández y Ramón Ortiz) vienen de Cuba y República Dominicana; entre los pocos cantantes que recientemente han sido invitados a la Casa Blanca por el presidente George W. Bush están las mexicoamericanas Jaci Velásquez, Jennifer Peña y el peruano Gian Marco; hay al menos 5,400 políticos hispanos elegidos a puestos públicos en el país -todo un record; más de 80 mil soldados de origen latinoamericano forman parte del ejército de Estados Unidos; la mujer que le pone su firma a los dólares se llama Rosario Marín; y, según el censo, hay 28 millones de hispanos en Estados Unidos que hablan español. La mayoría de las personas que menciono en este parrafo nacieron fuera de Estados Unidos. Es decir, de pronto, ser inmigrante es cool.
Pero hablar solo del éxito de algunos inmigrantes y latinos en Estados Unidos sería como pintar el mundo color de rosa. De los 40 millones de hispanos no hay actualmente ni un senador, ni un gobernador, ni un juez de la Corte Suprema de Justicia, ni un vicepresidente, ni un asesor de seguridad nacional, ni un líder del congreso…ni uno.
Existen al menos ocho millones de indocumentados que viven escondidos y con el temor de ser deportados; hay niños que no tienen la certeza de encontrar a sus padres en casa cuando regresan de la escuela. Hay miles de estudiantes que terminaron con éxito la preparatoria o high school pero a quienes no se les permite ir a la universidad como residentes del estado donde viven; casi ninguno de ellos puede pagar los 25 mil dólares al año que cuesta, en promedio, cursar estudios universitarios en Estados Unidos. Y tras los actos terroristas del 11 de septiembre del 2001 ser inmigrante en este país es, con frecuencia, una preocupación, un inconveniente o un problema. En otras palabras, ser inmigrante en Estados Unidos es difícil, muy difícil.
Un ejemplo. En Los Angeles y San Francisco encontré a inmigrantes indocumentados muy molestos por la decisión del gobernador Gray Davis de vetar una ley que les hubiera permitido obtener licencias de manejar. “Yo de todas formas estoy manejando sin licencia”, me dijo en tono desafiante Germán, un mexicano que vive de repartir productos en un camión. “Pago miles de dólares en impuestos cada año pero ni siquiera me quieren dar una licencia para manejar; eso no es justo”.
Y como Germán hay millones. Actualmente ninguno de los 50 estados del país otorga licencias de conducir a indocumentados. Pero esa es una decisión absurda y contraproducente. A Estados Unidos, por cuestiones de seguridad nacional, le conviene saber dónde vive la mayoría de los habitantes del país. Los 31 millones de extranjeros que vivimos en territorio estadounidense no somos los responsables de los actos terroristas cometidos en Nueva York, Washington y Pennsylvania por 19 extremistas musulmanes.
Tras dos semanas de viaje por las principales ciudades hispanas, el balance es agridulce, ambiguo. No me queda la menor duda que se le ha complicado la existencia a todos los inmigrantes en Estados Unidos. No son únicamente las nuevas medidas de seguridad y la imposiblidad de conseguir una amnistía sino también la traumatizada situación económica: desde que George W. Bush llegó a la Casa Blanca se han perdido dos millones de empleos, los mercados de acciones están en su peor momento en casi cinco años y las principales corporaciones despiden trabajadores todos los días para mantenerse a flote. Y si a esto le añadimos el espectro de la posible guerra contra Irak, más de uno se preguntara si el futuro de sus hijos realmente será mejor aquí que si se hubiera quedado en su país de origen.
Pero la contraparte es alentadora. El poder político y económico de los latinos aumenta con cada nuevo nacimiento, con cada cruce fronterizo. El español se ha consolidado y los medios de comunicación que transmiten y publican en castellano, lejos de desaparecer, le ganan terreno a las televisoras, radiodifusoras y periódicos en inglés. Los inmigrantes latinoamericanos, contrario a los que les precedieron de europa, no han tenido que sacrificar su cultura ni sus valores para asimilarse a su nación adoptiva. Y, en general, detecté un marcado orgullo en ser inmigrante. Al final de cuentas, cada inmigrante es un luchador, un guerrero, un sobreviviente. Ser inmigrante, a pesar de todo, es cool.