Ser periodista es más difícil que nunca. No solo estamos obligados a reportar con precisión, equilibrio y justicia sino que lo tenemos que hacer con rapidez digital en un ambiente sumamente competitivo. Además, sigue siendo muy peligroso ser un periodista independiente tanto en Irak y en Afganistán como en México y Cuba (por mencionar solo cuatro países). Y, como si esto fuera poco, la gente tiene una muy pobre impresión de nuestro trabajo.
El periodismo se ha convertido en una de las profesiones que generan más desconfianza, al menos en Estados Unidos y según una encuesta de la empresa Harris hecha en el 2002. Los profesores (80%), los doctores (77%), los científicos (68%) y los militares (65%) disfrutan del mayor grado de confianza; los periodistas (39%) estamos casi al final de la lista, detrás de los contadores. ¿Por qué ocurre esto?
Primero, porque el periodismo no es una ciencia exacta. El periodismo, han dicho otros, es el primer borrador de la historia. Y tienen razón. Cuando vemos un noticiero, escuchamos un informe radial o leemos un reportaje recibimos esa versión, aún sin madurar, de algo que acaba de ocurrir y que, de alguna manera, está afectando nuestras vidas. Pero es solo un vistazo. Y en muchos casos esa primera impresión se convierte en algo muy distinto de lo que se publicó originalmente.
Y segundo, nuestra profesión requiere de un alto componente ético y en muchos casos, es cierto, nos equivocamos. El caso más reciente es el de la revista Newsweek que no pudo corroborar las declaraciones de una de sus fuentes que sugirió que el libro sagrado del Corán se tiraba por el toilet en las cárceles de la base naval de Guantánamo en Cuba. La información ocasionó protestas y muertes en el mundo árabe.
Lo que pasa es que nuestros errores se multiplican miles de veces si es que publicamos en un diario o revista y millones de veces si lo hacemos por televisión o la radio. Aunque luego corrijamos, la misma corrección será interpretada como otro error. Y si a esto le sumamos los casos, poquísimos, en que un periodista inventa información, miente, oculta datos claves o toma partido, entonces podemos entender porque mucha gente, simplemente, no nos cree.
Pero un periodismo proactivo, enérgico, sin miedo, es necesario en cualquier sociedad democrática. La principal labor social del periodista es evitar, a través de la denuncia, los abusos de los que detentan el poder. Y si nosotros no lo hacemos, nadie más lo hará. “Noticia es lo que alguien, en algún lugar, no quiere que tú sepas”, dijo hace poco el exconductor del noticiero de CBS, Dan Rahter.
Por eso en todas las escuelas de periodismo se estudia el caso Watergate. Los reporteros Bob Woodward y Carl Bernstein del diario The Washington Post obligaron a renunciar al presidente Richard Nixon en 1974 tras haber encubierto una operación clandestina de espionaje contra sus contrincantes del partido Demócrata. Y esto fue posible gracias a la credibilidad de los reporteros, del periódico para el que trabajaban y al uso de fuentes anónimas.
Cuando hay denuncias o críticas en contra de gente poderosa, los reporteros están obligados muchas veces a citar a personas que no quieren ser identificadas por temor a represalias. “Necesitas fuentes anónimas para llegar a la verdad”[2], explicó recientemente en una entrevista el periodista Carl Bernstein. Y si no hay fuentes anónimas la información puede perderse. Sin Deep Thoat (o “Garganta Profunda”) como fuente anónima Richard Nixon se hubiera quedado en la Casa Blanca.
Sí, los periodistas pecamos por ser permanentemente escépticos; partimos de la sospecha de que los poderosos, por lo general, abusan del poder y ocultan lo malo. Pero solo esa actitud de constante vigilancia ante la autoridad nos da independencia y genera respeto de quien recibe nuestra información. Si tenemos que escoger entre ser amigo o enemigo de alguien con poder, siempre saldremos mejor si nos paramos en la oposición.
Los periodistas que pusieron en duda la supuesta presencia de armas de destrucción masiva en Irak antes de la guerra fueron acusados de traidores y antinorteamericanos. Pero era su obligación cuestionar las increíbles versiones de George W. Bush y Tony Blair. Nuestra tarea no es ponerle un sello de legitimidad a cualquier cosa que digan los gobiernos. Los datos, aunque demasiado tarde, caerían del lado de los periodistas –no de los políticos- cuando no se encontraron dichas armas.
Hay, sin duda, trabajos más fáciles. No es nada agradable recibir balazos, amenazas de muerte, llamadas de queja a tu jefe por parte del vocero presidencial o terminar en la cárcel como la valiente reportera del diario The New York Times, Judith Miller, quien se ha rehusado a revelar sus fuentes anónimas. Pero los periodistas seguimos en esto porque hay pocas profesiones tan relevantes en una sociedad y tan satisfactorias a nivel personal.
Los artistas tienen la posibilidad de vivir muchas vidas a través de sus personajes; los periodistas, en cambio, vivimos una sola vida pero muy intensamente. Y esa adrenalina que da el ser testigo de la historia en el preciso momento en que ocurre no tiene reemplazo. Nadie tiene que contarme que se siente al ver el muro de Berlín caer piedra a piedra, o haber estado en el zócalo de la ciudad de México el día que el PRI perdió la presidencia, o sentarse en las montañas de Tora Bora mientras buscan a Osama bin Laden.
Pero no se trata, únicamente, de ser un observador fiel de lo que pasa sino de que la gente perciba que le estamos diciendo la verdad. Si nadie nos cree de nada sirve nuestro trabajo. Y en un mundo sobrecargado de información –a través de la internet, de cientos de canales de radio y televisión, de servicios de noticias de 24 horas al día y multitud de publicaciones- los periodistas somos más necesarios que nunca. Somos ese filtro a través del cual le decimos a la gente qué es importante y qué es simple basura. Por eso, al final de cuentas, lo único que queremos los periodistas es que nos crean.