Nueva York
Guerra y futbol. Bombardeos y llamados a la normalidad. Con estas contradicciones está viviendo Estados Unidos. Es una verdadera esquizofrenia.
El alcalde de esta ciudad, Rudolph Guiliani, le pidió a los neoyorquinos (a pocas horas de los bombardeos contra Afganistán) que “no se encerraran en sus casas”. “Salgan”, insistió Giuliani, “sean valientes”. Esta es la primera vez que escucho en Estados Unidos que hechos muy sencillos como ir al mercado o al cine, llevar los niños a la escuela y manejar al trabajo son considerados actos de valentía.
¿A quién le hacemos caso? se preguntan los norteamericanos. ¿Al presidente, George W. Bush, que incita a los ciudadanos a volar para que no se vayan a la bancarrota las aerolineas o al procurador general, John Ashcroft, que advierte sobre la franca posibilidad de nuevos ataques terroristas dentro de Estados Unidos? ¿A quién?
El domingo de los ataques mostró claramente lo que es vivir en tiempos de guerra aquí en Estados Unidos. La televisión en español partió la pantalla para poner el partido de futbol entre México y Costa Rica por un lado y las bombas cayendo en Kabul y Kandahar por el otro. La televisión en inglés, más purista, no pudo lidiar con los grises;
algunas cadenas transmitieron la guerra bomba por bomba mientras que otras prefirieron mostrar la batalla campal entre los Gigantes de Nueva York y los Pieles Rojas de Washington. Después de todo el futbol americano es una guerra de Vietnam contenida en 100 yardas.
El mismo día en que Bush ordenó a los aviones bombarderos B-2 cruzar la mitad del mundo desde sus bases militares en Missouri para atacar los campos de entrenamiento de la organización terrorista Al-Qaeda en las montañas afganas, Barry Bonds de los Gigantes de San Francisco conectaba su cuadrangular número 73 de la temporada para reescribir los libros de historia. Cada quien lucha como puede; unos con aviones bombarderos con un valor de dos mil millones de dólares cada uno, otros con bates de beisbol.
Esta es la nueva normalidad en Estados Unidos. Bombas y bates. El siglo 21 comenzó realmente el 11 de septiembre del 2001. Esa es la fecha definitoria. Y en pocos lugares se sienten más los contrastes que aquí en Nueva York.
En esta ciudad hay una nueva fobia; el temor a entrar a edificios muy altos. Habrá que buscarle nombre. Una amiga me contó cómo una mañana salió huyendo de un hotel en Manhattan poco después de entrar a su cuarto en el piso 17. Y las visitas a la torre del Empire State -otra vez, el edificio más alto de Nueva York tras el derrumbe de las torres gemelas del Wall Trade Center- se han reducido a un pequeñisimo grupo de turistas masoquistas.
Este es un momento maravilloso para visitar Nueva York. Claro, si se puede vencer el miedo a subirse a un avión, a dormir en un piso 51 y a que los terroristas vuelvan a atacar el mismo lugar. Hay poca gente en las calles, el tráfico es bastante decente, los neoyorquinos (generalmente toscos y bruscos) se han vuelto gentiles y amables y entrar a las principales obras de teatro en Broadway no requiere comprar boletos en el mercado negro a 500 dólares por cabeza.
Pero, la verdad, no es fácil el regreso a la normalidad en una ciudad donde hace un mes mataron a más de seis mil personas. Tuve que regresar a Nueva York, luego de pasar aquí una semana reporteando tras el fatídico 11 de septiembre. Y a pesar del enorme esfuerzo de negocios, restaurantes, agencias gubernamentales y gente común y corriente de salir adelante, la enormidad de la catástrofe lo domina casi todo.
Hacía tiempo, para contarles algo, que tenía ganas de ir a comer a un restaurante japonés que se llama Nobu en la zona de Tribeca. Pero era imposible. Las reservaciones había que hacerlas con semanas de anticipación. Por fin, debido a una cancelación, pude ir. La comida fue, en una palabra, extraordinaria. Sin embargo, antes de entrar al restaurante hay que recorrer la zona afectada por el acto terrorista y en el aire todavía se respira olor a quemado y a muerto. ¿Cómo disfrutar un sushi o un atún tataki cuando en tus pulmones se alojan pedazos de violencia y de muerte?
De la misma manera, una rica caminata por la Quinta Avenida se tornó en angustiosa cuando me topé con el funeral de un bombero en la Catedral de San Patricio. Tanta gente murió ese martes 11 de septiembre que las iglesias no se han dado a basto para realizar todos los entierros, muchas veces, sin el cuerpo presente.
Antes de irme de la ciudad, visité el Museo de Arte Moderno (MOMA). La poca gente que visitaba el museo se aglomeraba frente a la vanguardista pintura de la bandera estadounidense hecha por Jasper Johns. Turismo y patriotismo. Pero yo me quedé, en cambio, frente a las maravillosas lilas que Claude Monet pintó en 1920. Es un cuadro monumental que abarca lo largo de toda una pared.
Así es la vida, pensé. Compleja. Contradictoria. Es como el cuadro de Monet; si lo vemos muy de cerca sólo podemos apreciar unos brochazos de color y pedazos sin dirección. Hay que alejarse para que tenga sentido. En estos tiempos de guerra también hay que distanciarse un poquito para tratar de entender lo que ocurre.
Así estamos viviendo; entre la guerra y el futbol.