McAllen, Texas.
Cruzar los puestos de vigilancia para abordar los aviones en el aeropuerto de McAllen puede asustar a cualquier inmigrante. Luego de la revisión de seguridad -para cerciorarse de que no llevamos armas, navajas, cortauñas, bombas molotov, etcétera- uno se topa con tres agentes de la migra, bien vestiditos de un verde chilllón. Imposible correr porque, en ese momento, uno todavía está en calcetines y recogiendo los zapatos de la banda del detector de metales.
Los agentes del servicio de inmigración -que ahora tiene un nombre aún más largo- te revisan con los ojos de pies a cabeza. Y así, en poco más de un segundo, determinan si el futuro pasajero del avión puede ser un inmigrante indocumentado.
Me dieron ganas de preguntarles si detenían por igual a los güeritos, vestidos con traje y corbata, cargando una maleta Louis Vutton y sin acento en inglés que a los morenos, con un pantalón vaquero sucio, huaraches, morral al hombro y hablando español. Pero no tenía tiempo para discutir: eran las seis de la mañana, el sol no había salido y tenía que abordar el primer vuelo del día. Seguro los agentes me dirían que ellos no discriminan y que tratan a todos por igual, independientemente de que sean rubios, negros o mestizos. Lo dudo. Los agentes revisaron mi espalda, la notaron seca y me dejaron pasar.
Al subir al avión me puse a leer en el periódico algunas reacciones tardías al triunfo de actor austríaco Arnold Schwarzenegger en las elecciones para gobernador de California. De pronto, una notita enterrada en las páginas interiores del diario llamó mi atención. ¿Podría el Terminator terminar como presidente de Estados Unidos? se preguntaba el artículo. Y la respuesta era: por ahora no pero, en un futuro cercano, quizás sí. Es cierto; la posibilidad de que un inmigrante, cualquiera, llegue a la Casa Blanca ya no es tan lejana.
La constitución norteamericana no permite actualmente que una persona nacida en el extranjero se convierta en presidente de Estados Unidos. Así ha sido por más de 200 años. Los creadores de la constitución -los founding fathers- querían evitar en ese entonces que el Duque de York, segundo hijo del rey Jorge III, fuera enviado de Inglaterra a gobernar Estados Unidos. Por eso pusieron esa prohibición que, dicho sea de paso, ha soportado bien el paso del tiempo. En la época de la guerra fría, por ejemplo, hubiera sido impensable que un hijo de un soviético pudiera aspirar a la presidencia norteamericana. Pero hoy en día, con Estados Unidos autodesignándose como la única superpotencia del orbe, ya no existe ese temor.
Por eso el senador republicano Orrin Hatch, uno de los más conservadores del país, ha propuesto cambiar la cláusula 5, sección I, del artículo 2 de la constitución estadounidense para permitir que cualquier inmigrante que haya sido ciudadano de Estados Unidos al menos 20 años pueda aspirar a la presidencia. El mismo senador Hatch, en la enmienda constitucional presentada hace tres meses, apunta que gente como los exsecretarios de estado Henry Kissinger y Madeleine Albright o, incluso, el actual Secretario de Vivienda, Mel Martínez (nacido en Cuba), deben tener el derecho de lanzar sus candidaturas presidenciales si así lo desearan. Estoy de acuerdo. Totalmente.
Pero a esa lista hay que anotar millones de nombres más. En Estados Unidos hay más de 30 millones de personas nacidas en el exterior y todas ellas -al igual que Kissinger, Albright, Martínez y Schwarzenegger- deberían de poder aspirar a la Casa Blanca si cumplen con los requisitos impuestos por la constitución. Hay que reconocer que Estados Unidos es un país muy abierto en ese sentido; el simple hecho de debatir el tema públicamente habla de un tolerancia que sería casi imposible encontrar en cualquier otro país del mundo. No me imagino, por ejemplo, a mexicanos, argentinos, chinos o japoneses discutiendo la posibilidad de que un extranjero los gobierne.
Pero en un país de inmigrantes, como Estados Unidos, es lógico que un inmigrante pueda aspirar a ser presidente. ¿Por qué no? Si los extranjeros Ugueth Urbina, Jorge Posada, Iván Rodríguez, Luis Castillo, Miguel Cabrera, Juan Encarnación, Alex Gonzalez, Alfonso Soriano y Karim García son algunos de los nuevos héroes de la “Serie Mundial” de beisbol en Estados Unidos, es congruente que un Urbina, un Posada, un Rodríguez, un Castillo, un Cabrera, un Encarnación, un González, un Soriano o un García tenga también la opción de ser presidente. ¿Acaso los latinos son sólo buenos para el beisbol -el pasatiempo nacional de Estados Unidos- y no para la política?
La propuesta del senador Hatch, sin embargo, se enfrenta a más obstáculos que un campo minado en Vietnam. El más grande de ellos es el prejuicio de muchos norteamericanos que, olvidando que sus familiares también fueron inmigrantes en algún momento, se resisten a que una persona nacida en el exterior sea su líder y los represente ante el mundo. Aún así, no deja de divertirme la idea de que, tal vez, un futuro presidente de Estados Unidos haya tenido que burlar, primero, la ferrea vigilancia de los agentes de inmigración en el aeropuerto de McAllen. La verdad que este sí es un país de oportunidades.
Posdata mundial. Llamarle “Serie Mundial” al campeonato nacional de beisbol de Estados Unidos es lo más arrogante del mundo. Es cierto que aquí en Estados Unidos juegan algunos de los mejores beisbolistas del planeta. Pero si la “Serie” fuera de verdad “Mundial” debería incluir a equipos como Japón, Corea del Sur, República Dominicana, Venezuela y Cuba. Esa sí que sería una verdadera “Serie Mundial”. ¿O no?