Ho Chi Min, Vietnam.
La vida en la antigua Saigón parece transcurrir arriba de dos ruedas. La ciudad está secuestrada por un enjambre motociclístico que engorda en las grandes avenidas y enflaca en los callejones. Las motocicletas aquí son las reinas.
Esta ciudad, que cambió de nombre de Saigon a Ho Chi Min en 1976, tiene cuatro millones de habitantes y, quizás, tres millones de motocicletas. Imposible llevar un registro. Pero están por todos lados.
Es la vida en moto.
Las calles son un espectáculo de balance y variedad. Las motos siempre están a punto de chocar pero, sorprendentemente, solo presencié un accidente y no tuvo mayores consecuencias.
No olvido a la mujer que sensualmente le daba un masaje de espalda a su novio mientras él manejaba como si nada ocurriera. Pero, luego, cuando las uñas y las puntas de los dedos de ella recorrieron con suavidad su cuello, el intrépido motociclista volteó la cabeza y aceleró el paso. Sabía que al bajarse tendría su premio.
Más impactante fue, aún, ver como un padre llevaba a su hijo enfermo, con las piernas paralizadas y un claro retraso mental, en una especie de triciclo. El padre y su hijo, a su vez, eran empujados por otro familiar en una moto que echaba un grueso humo gris. Me imaginé mil posibilidades sobre esta improvisada ambulancia hochiminita. Ninguna, sin embargo, con final feliz.
Y como en un acto circense vi a un joven llevar tres maniquíes blancos en un precario equilibrio sobre su oxidada moto. Pero manejaba con tanta solidez y confianza que hasta el mismo chofer parecía de cartón. Surrealismo vietnamita.
Las motocicletas, no hay duda, proyectan una inevitable sensación de libertad en esta nación que todavía se cataloga en los libros como comunista. Sin embargo, el capitalismo está mordiendo fuerte.
Un ejemplo. Los gobernantes, que aseguran tener “una economía de mercado con una orientación socialista”, invitaron recientemente al país a Bill Gates, catalogado como “el capitalista más famoso del mundo” por el diario The New York Times.
Eso no es todo. Restaurantes de primera (con inigualable comida francovietnamita), hoteles de lujo, tiendas con ropa de marca, innumerables negocios privados y la presencia de inversión extranjera sugieren una conveniente combinación de rígido control en lo político con una creciente apertura comercial.
Pero la gran mayoría de los casi 85 millones de vietnamitas depende de la agricultura y la pesca, no viven en Hanoi ni en Ho Chi Min, y son dolorosamente pobres. Durante un largo recorrido de Da Nang, la tercera población en importancia, a la ciudad imperial de Hue vi el patente retraso en este país que apenas lleva 30 años de paz.
El turismo ha sido una de las formas de generar crecimiento en Vietnam. Sin embargo, las “atracciones turísticas” dejan mucho que desear. A menos, claro, que se sepa apreciar el mausoleo de un ex líder guerrillero, que no tiene mayor chiste, y un derruido helicoptero militar que aún queda como trofeo de la guerra en la antigua embajada norteamericana en Saigón.
Mi grave error fue haberme metido a un tour con un repetitivo guía que gustaba de llamarnos a sus cautivos clientes como “ladies and lemonade” (“damas y limonada”). El colmo fue cuando nos llevó, medio acorralados, a tomar un paseo en bote al río Perfume en la ciudad de Hue. Les aseguro que ese río de aguas de café revuelto no hace honor a su nombre y se compara con los más contaminados y menos estéticos que he visto en cualquier país latinoamericanos en plena temporada de lluvias.
Vietnam, para decirlo claro, es un país muy interesante más no irresistiblemente bello. A Vietnam se va para aprender historia y para entender cómo vive una nación que nunca ha perdido una guerra. Pero no a turistear.
Desde aquí, por ejemplo, es más fácil entender porque a Estados Unidos le está costando tanto la guerra en Irak. El ejército norteamericano nunca logró dominar las inhóspitas selvas y montañas vietnamientas, de la misma forma en que ahora suda la gota gorda en los desiertos y laberintos citadinos de Irak. Estados Unidos entró a ambas guerras con vagas razones y sin saber cómo y cuando salir.
De pronto, el ruido de las motos me saca de cualquier elucubración y me obliga a abrir bien los ojos para no ser arrollado en una impronunciable calle vietnamita. Ese ruido es tan prevalente que incluso, ya volando hacia otro lugar, sigo oyendo en mi mente el zumbido de un país que busca por mil caminos un nuevo destino.