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ZONA CERO

Nueva York

Es peor que la guerra. No lo vi en las montañas de El Salvador ni en Kuwait o en Kosovo. La muerte, sí, fue parte de todos esos conflictos bélicos que me ha tocado cubrir como corresponsal de guerra. Pero nunca había estado en un lugar donde se hubiera concentrado tanta destrucción.

Son dos cuadras bombardeadas, incendiadas, cubiertas por una ceniza sólo parecida a la que vi tras la erupción del volcán Chichonal en México a principios de los 80. Pero aquí no ha hecho erupción ningún volcán. Dos aviones de pasajeros, convertidos en proyectiles, destruyeron en unos minutos los dos edificios más altos del centro financiero del mundo.Y entre las ruinas de lo que fueron las torre gemelas del World Trade Center de Nueva York están escondidos los restos de por lo menos cinco mil personas.

Le llaman la “zona cero” o ground cero, en ingles. Es el preciso lugar donde se cayeron las torres. Me pude colar a la “zona cero” poco después del ataque terrorista una noche cuando la vigilancia aún era pobre y no habían llegado a la isla de Manhattan los refuerzos del ejército, la guardia nacional y policias de todos los rincones del país. Esperaba ver cuerpos esparcidos por todos lados. Pero no vi uno sólo.

“¿Dónde están los muertos?” le pregunté retóricamente al camarógrafo que me acompañaba. No me contestó. Estábamos los dos sorprendido de las dimensiones de la tragedia. Medio millón de toneladas ardían frente a nuestros ojos, enrojecidos por el miedo y por las blancas partículas de asbesto que se clavaban como alfileres en la retina. “No veo ningún cadaver”, le dije a Angel Matos, quien me ha acompañado a los lugares más sangrientos del mundo. Hasta que de pronto no dimos cuenta de lo que estaba pasando y la piel se me erizó.

Los muertos estaban ahí pero no los podía ver. Los respiraba, pero no los podía ver. Los olía, dulzones y punzantes, pero no los podía ver. Los pisaba, pero no los podía ver. Los muertos estaban por todos lados, pulverizados, calcinados, en pedacitos. No vi una mano o un dedo. No vi ni una cara. Pero los muertos estaban ahí. Se metían a mis pulmones, se pegaban a mi ropa, se enredaban en mi pelo…hasta que me rodearon. Viajaban en el aire. Eran polvo que revoloteaba con la fría brisa del mar y que brincaba con las palas y picos de los socorristas. No me resistí. Cerré los ojos y dejé los muertos que me abrazaran.

Algunas estructuras metálicas, dobladas, heridas, sugerían que ahí, durante casi 30 años, estuvieron parados y de la mano los gigantes del World Trade Center. Pero no pudieron aguantar dos trancazos que les quebraron la columna vertebral. Y se vinieron abajo tal y como planearon arquitectos e ingenieros. Si estas torres se caen algún día, pensaron quienes construyeron las torres gemelas, que lo hagan sin derribar los edificios que les rodean. Y así fue. Es decir, la tragedia pudo haber sido mucho peor.

Me alejé pero los gigantes gemían. Echaban humo por sus mil bocas de cemento. Tronaban por dentro. Agonizaban.

Las calles que rodeaban la “zona cero” estaban desiertas. Una tienda de flores tenía copos de cenizas sobre las rosas y claveles. El estanquillo de diarios, vacío, aún tenía columnas enteras de periódicos sin leer del martes 23 de septiembre del 2001. Un auto que alguna vez fue azul -cubierto por una mole de piedras que unía al techo con el volante- tenía todavía marcando en las luces direccionales una vuelta a la izquierda que nunca pudo dar; a su conductor no le dio tiempo de escapar. Y los policias, atónitos por la magnitud de la tragedia, me dejaron salir de la “zona cero” sin una pregunta. Le busqué la mirada a uno de ellos pero la tenía clavada en el vacío.

Llegué al cuarto de hotel a las tres de la madrugada. Me escurrí en la regadera las 21 horas que me tardé en llegar por carretera a Nueva York desde Miami. Y, luego, con una toalla mojada y jabón, fui arrancando el polvo de los muertos. Caí en la cama, limpio, destruído. Apagué la luz, respiré profundo y los volví a oler. Ellos, los que cayeron en las torres gemelas, seguían dentro de mí.

-.-

La noche fue de los muertos pero la mañara era de los vivos. En cada esquina de una hincada Nueva York, la ciudad intentaba pararse. Los familiares de las víctimas pegaban en paredes, carros, vidrios y buzones las fotografías de los desaparecidos. Cuando se enteraban que era periodista me repetían el nombre de la persona que buscaban. “Que no se le olvide, que no se le olvide”, me decían una y otra vez, “yo sé que está con vida.” Y no me atrevía a decirles que desde el miércoles, un día después del ataque terrorista, no se habían encontrado más sobrevivientes.

Me han contado decenas y decenas de historias. Los neoyorquinos, todos, sienten unas ganas inmensas de hablar, como si se tratara de una terapia masiva, descomunal. Algunas de las cosas que escuché apuntan a un verdadero heroísmo. Como la de los bomberos que entraban a las torres gemelas mientras sus ocupantes huían despavoridos. Otras son de horror.

Elda, embarazada de cinco meses, estaba segura que José había escapado con vida. Y se los decía, convencida, a sus hijos Sasha y Miguel. “A lo mejor está en coma y no puede hablar”, me decía. “O tal vez se pegó en la cabeza y se olvidó de su nombre.”

“¿En qué piso estaba José?” le pregunté a Elda. Y después de oir “en el ciento…” dejé de escuchar y volteé a ver a Sasha y Miguel. Me sonrieron y traté de corresponder. Pero no pude más que hacer una extraña mueca. Y lloré por dentro. De verdad que se puede llorar por dentro. No quería ser yo el que, con una lágrima, le informara a Sasha y Miguel que su papá había muerto. Al despedirme, Elda insitió. “Yo sé que está vivo”, me dijo. “Además, José siempre había querido otro varoncito y hoy el doctor me dijo que el bebé sera varón.”

José no se salvó. Pero Jesús Noel Barral sí. El estaba en el piso 97 de la torre dos cuando sintió el avionazo en el edificio del lado. Inmediatamente empezó a bajar las escaleras y paró en el piso 78. Dudó en tomar el elevador express que lo llevaría al lobby pero se montó. Las puertas se abrieron y salió a la calle. Y ahí, tres minutos después, vió cómo un avión se incrustaba contra la segunda torre.

“Si hubiera seguido bajando por las escaleras”, me contó, “no estaría aquí.” El día que conocí a Jesús, a unas cuadras de la “zona cero”, abrazaba amoroso a su hijo Yashua de nueve años de edad. “En él estaba pensando”, me dijo José, “cuando bajaba por las escaleras del Wall Trade Center.”

-.-

Traté de regresar a la “zona cero” pero no me dejaron. Mis pases de prensa y trucos profesionales no me permitieron acercarme tanto como la primera vez. Pero sí llegué a una cuadra del lugar del desastre.

La vigilancia, ahora, era férrea y la ciudad estaba tomada en una impresionante operación militar. “We’re at war” declaró el presidente Bush y a nadie le cabía duda que la guerra se avecinaba. El enemigo todavía no tenía cara. Pero Estados Unidos ya estaba en pie de guerra. En los ojos alertas de la policía y de las tropas había una nueva determinación nacionalista.

Desde lejos, sin embargo, vi salir el humo de los escombros y al poco rato una nube de cenizas, empujada por un estornudo del mar, me envolvió. Eran ellos. Los muertos-polvo me habían vuelto a abrazar. Y de ese apretón ya no me pude escapar.

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